La vi levantarse con elegancia, la copa aún medio llena en su mano, y excusarse con una sonrisa rápida.
“Voy al baño”, dijo.
Asentí. No dije nada. No la detuve.
No porque no quisiera.
Sino porque necesitaba estar solo. Un maldito minuto de soledad.
Caminé hacia el balcón trasero. Estaba oscuro, lejos del bullicio de la cena. Solo las luces del jardín y el zumbido lejano de la música me acompañaban. Me apoyé en la baranda de hierro forjado, mirando hacia la noche como si las respuestas estuvieran allá afuera.
Y ahí, como una daga en el pecho, volvió a mí el recuerdo de Serena.
Había aparecido ese mismo día por la mañana, como si nunca hubiera destrozado mi vida. Como si aún tuviéramos algo que decirnos.
Vestía de blanco. Siempre tan calculada, tan poética en su dramatismo.
Dijo que iba a casarse.
Que quería que la perdonara.
Que deseaba que pudiéramos “ser amigos”.
Amigos.
La palabra me revolvió el estómago.
—Me alegra que hayas encontrado el amor, Pietro —me había dicho con esa sonris