La llevé en brazos hasta el vehículo. Ligera, casi sin peso. Apenas se despertaba, parpadeando como si saliera de un sueño largo y confuso.
Nos dirigíamos a la casa segura que Hassan había preparado en las afueras. Los médicos de confianza nos esperaban allí para hacerle un chequeo completo. Pero en el trayecto, no pude evitar mirarla de reojo.
Tenía los ojos de Rocío. Exactamente los mismos. Esa mezcla de fuerza callada y melancolía que conocía demasiado bien.
Su cabello, oscuro y suave, caía igual que el de su madre. Y cuando entrecerraba los ojos para mirar la luz, fruncía el ceño de la misma forma que Rocío lo hacía cuando se concentraba.
Era ella. Una pequeña versión de ella. Y al mismo tiempo, alguien nuevo. Limpia. Viva.
—Estás a salvo —le dije, aunque ella apenas me entendiera.
Y por primera vez, sentí que había cumplido algo más grande que una promesa: había salvado una parte de Rocío que ni ella sabía que existía.
Con la niña segura y bajo atención médica, el siguiente paso