El hospital estaba sumido en un silencio opresivo, solo interrumpido por los murmullos discretos de la familia Ferreti, cada uno en su rincón de la sala de espera, lidiando a su manera con la incertidumbre.
Ricardo se mantenía apartado, en un rincón oscuro, su rostro rígido y su cuerpo inmóvil en la silla de ruedas, con los ojos fijos en el suelo como si toda su energía estuviera concentrada en no ceder a la marea de pensamientos que le inundaba.
De pronto, la puerta de la sala se abrió, y el médico entró con el rostro grave. La familia contuvo la respiración. Todos se miraron expectantes, temiendo la noticia que ya parecía obvia. El médico tomó aire antes de hablar:
—Lamento informarles —dijo, con una voz pesada de compasión profesional— que Nora perdió al bebé.
Estuardo decidió acercarse a su hermano, el único que aún permanecía completamente inmóvil, su semblante impenetrable, pero con los ojos encendidos de una intensidad que Estuardo rara vez había visto.
—Ricardo, lo siento muc