Capítulo 04: Una llamada

Mientras espero que el flujo del tráfico merme, de pie en el borde de la acera, aprovecho de buscar en mi cartera mis llaves. Acomodo nuevamente los tirantes de cuero sobre mi hombro y una vez que me aseguro de que la vía está libre, cruzo la calle.

Tomo los tres escalones que me conducen a la parte inferior del townhouse, coloco la llave en la cerradura y abro la puerta para poder entrar, finalmente. Hogar, dulce, hogar. Junto a la puerta, en un perchero de madera, dejo mi bolso, los zapatos a los pie de este y camino directamente hasta el mueble junto a la mesa de centro, donde reposo mis pies.

Mi hogar no es definitivamente un palacio, es de hecho el sótano de un townhouse, y aún así es el mejor lugar donde he vivido en toda mi vida.

Nací y me crié en St. John, cerca de las costas de Carolina del Norte, en medio de una familia pobre y numerosa. Mis padres tienen una modesta siembra de tomate; la cual mi madre procesa y los convierte en salsas que luego mi papá sale a vender en su viejo camión entre los restaurantes ubicados en la zona portuaria. Y ese es el único sustento de una familia de cinco. Mientras crecía sabía que mis padres aspiraban a que también me adentrara al negocio familiar con la esperanza de que en algún momento tomase el mando, pero desde que tenía uso de razón todo lo que deseaba era precisamente lo contrario. A muy temprana edad aprendí que una sola fuente de ingreso para una familia, nunca es buena idea. Cuando tenía cinco años, la costa se vio golpeaba por un huracán que acabó con la cosecha, ese verano tuvimos que comer por la caridad de nuestros vecinos y porque mi papá no tuvo más remedio que salir a trabajar en el camión por su cuenta aunque del dinero que hacía, era más el que dejaba en apuestas que el que llevaba para la casa pero eso ya era algo usual, cosa que también descubrí con los años. Al contrario, cuando tenía dieciséis, una fuerte sequía hizo estragos en la siembra, secando al menos un tercio de la misma; para ese entonces, mis hermanos aun estaban pequeños y tuve que salir a trabajar como niñera para colaborar con el sustento para la casa.

Por eso, cuando me gradué de la secundaria, sabiendo que no tendría los medios económicos para estudiar y antes de que mi mamá me hiciera la sugerencia de empezar a trabajar con ella haciendo salsas, busqué trabajo en el puerto, de camarera. Allí estuve tres años trabajando día y noche, literalmente. Un día, semanas después de cumplir mi cumpleaños número veintiuno, empecé a trabajar en The Victoria, un crucero. Allí comencé como mucama, trabajaba siete días a la semana, pero el sueldo era mejor. Dos años después me ascendieron a jefe de protocolo hasta que,seis años más tarde, literalmente tuve que zarpar del barco. En ese momento solo sabía una cosa: no podía volver a mi natal St. John en Carolina del Norte. Así que aprovechando el recorrido, me vine hasta Nueva York buscando nuevos rumbos.

Una vez en la Gran Manzana, encontré un apartamento de veinte metros cuadrados sobre un restaurante en medio de la zona más populosa de China Town. Encontré trabajo en Manhattan, en un café, como barista, pero el sueldo de allí apenas me daba para cubrir los gastos diarios y la renta del lugar donde vivía. Sabía que necesitaba algo más. Así fue como haciendo un par de trampas aquí y allá llegué a Life and Place. Un mes después de ingresar a la cadena encontré este lugar nada más y nada menos que en Brooklyn.

Estaba desesperada por mudarme a un lugar mejor pero también sabía que nunca podría aspirar a un apartamento en el Upper East Side así que opté por una metodología de la vieja escuela: buscar anuncios en la prensa y me topé con un diminuto anuncio de tan solo siete palabras: "Anciana alquila sótano de Townhouse en Brooklyn" acompañado de un número telefónico. Enseguida llamé y tras apuntar la dirección, coordinamos una cita. Tres días después, estaba viviendo en este sitio.

De nuevo, no es un palacio pero de lejos es el mejor lugar donde he he vivido. La dueña del townhouse es de clase media, podría decir que vive cómodamente. Eso explicaría el impecable estado en el que se encuentra la edificación.

Al fondo escucho un sonido similar, el de mi móvil. Miércoles, olvidé sacarlo de la cartera. Me pongo de pie y camino hasta el perchero, en menos de diez pasos llego a este, introduzco mi mano y tanteo en el interior hasta encontrar el teléfono.

—¿Alo?

—¿Vivian?

—¡La misma que viste y calza!— Bromeo al instante en que reconozco esa grave y masculina voz.

—Este es mi número.

—Vale...— Digo arrastrando mis palabras, esperando que diga algo más.

—Por favor, envíame tu dirección. Paso por ti a las siete— Corroboro la hora en mi reloj, son tres y cuarenta y siete, aún tengo tiempo para arreglarme.

—Como usted indique, jefe. Perdón — Corrijo —¿debería decirte mi amor?

Hay un silencio sepulcral al otro lado de la línea. El solo agrega:

—Pasaré por ti a las siete.

Tan pronto cuelga suelto una carcajada bastante sonora, tan alta que aun estando junto a la puerta se me dificulta escuchar que alguien está tocando.

—¿Quién?— Pregunto cuando logro recuperar el aliento.

—Soy yo, Eugene.

Cuando abro la puerta, veo a la mujer de cabellera plateada y corta delante de mi. Lleva un vestido vaporoso azul, a juego con sus enormes y expresivos ojos. Está sonriente, como siempre y en sus manos sostiene una pequeña bandeja.

—¿Cómo estás, Eugene?

La mujer cuya edad nunca le he preguntado pero calculo que es casi ochenta es la dueña del townhouse. Algunas veces cuando escucha que llego del trabajo se aparece como ahorita, sosteniendo una bandeja con una tetera.

—Bien, mi niña. Bien— Responde sonriente.

Yo me apartó para que pase. Las dos conocemos muy bien la rutina. Ella camina hasta la mesa de la sala y yo voy a la cocina a por dos tazas blancas de porcelana blanca que reposan sobre la isla.

—Aquí tienes — Digo tomando asiento en el mueble que queda desocupado, luego de dejar las tazas sobre la mesa.

Eugene se encarga del resto, entiéndase, de servir el agua hirviendo y hundir los sobres en casa taza.

—Te escuché llegar más temprano y me preocupé porque pensé que podía ser algo malo pero, al contrario, me gusta verte así de risueña. Supongo que es algo bueno.

—Gracias— Digo tomando entre mis manos la humeante taza de té —Sí, es algo bueno. Digamos que esta noche tendré una cita.

—¡Qué bueno!— Dice con alegría —¿Te gusta mucho el pretendiente?

¿Gustarme?

Me gustaría verle perder los estribos, me gustaría hacerle enojar.

Un cosquilleo que se traduce en una risita se planta en mi estómago cuando esos pensamientos cruzan por mi frente pero resguardo ese pensamiento, en cambio digo:

—Sí, siento que casi lo amo.

—Eso es maravillosa, mi niña— Eugene hace una pausa antes de continuar —Recuerdo muy bien mi primera cita con Richard, mi esposo, que Dios lo tenga en la gloria. Fue directamente a mi camerino, después de una función y solo me dijo: "Hey ¿querrías salir conmigo esta noche?" Yo quise hacerme la dura pero era muy difícil resistirse a Richard, incluso le decían el Paul Newman de Broadway.

—¿Así? ¿Así sin más?— Le pregunto antes de dar un sorbo a mi té —¿Tan poco te llevó aceptar?— Bromeo.

—Sí. Y eso que cuando lo conocí no hacia más que odiarlo, o eso pensaba yo. Sin embargo, ahora creo que el odio y el amor se experimentan de forma muy similares.

—¿Y por qué pensabas que lo odiabas?

—Richard era un alma libre, independiente. Le encantaba improvisar cuando le decían que debía aferrarse al guión, le encantaba hacer alarde de lo bien que se le daba actuar. Era un engreído. Pero era el engreído más hermoso que había visto en mi vida.

—¡Ay, Eugene! ¡Qué cosas dices!— Bromeo.

—Tú me entiendes, mi niña. Si te llegas a enamorar de tu pretendiendo, verás como comprenderás de lo que hablo. Cada día de mi vida le doy gracias a Dios porque el amor de mi vida fue mi último amor. Espero que te suceda lo mismo.

Yo sonrío pero no digo nada más.

No puede ser que en este momento me esté atacando el remordimiento. No se te ocurra, conciencia. Sé perfectamente que el matrimonio es algo sagrado, es la unión legal y divina de dos personas que se están jurando amor eterno. Pero aquí estoy yo, tomando todo esto a la ligera, bueno, ni siquiera a la ligera, sino como un trato monetario.

—Bueno, mi niña. Supongo que necesitas tiempo a solas para alistarte y no pienso seguir estorbando — Dice Eugene en medio de mi silencio. La mujer se pone de pie y toma la bandeja con su tetera —Mucha suerte y mañana espero los detalles.

Yo la acompaño hasta la puerta, me despido con un gesto con la mano y no vuelvo al interior del apartamento hasta que no la veo entrar a casa.

Voy directo al baño para tomar una larga, tibia y relajante ducha. Salgo del baño cubierto con mi misma toalla y me dirijo hasta mi habitación, directo a mi armario. Opto por un vestido negro de seda, con escote brillante en forma de corazón y realmente corto. Elijo unas sandalias negras también y recojo mi cabello como si fuese una bailarina de ballet. Complemento con un par sencillo de aretes.

Cuando vuelvo a revisar la hora, veo que faltan treinta minutos para las siete. Le mando mi dirección a Archie.

Por enésima vez en la noche, doy un vistazo a la hora y casualmente mientras veo que son siete y dos, escucho que alguien toca a mi puerta. Tomo una bocanada de aire porque, extrañamente me siento nerviosa, no debería estarlo. Esto no es una cita, es un simulacro de cita, así que con eso en mente, abro la puerta y lo veo allí, de pie tan estoico como siempre.

—Aquí estás, Romeo— Bromeo. Archie me fulmina con la mirada.

—Estás...— Se detiene, no sé exactamente por qué, pero enseguida dice: —lista. ¿Estas lista?— Repite haciendo sonar aquello como una pregunta.

—De hecho, no. Deberías apuntar eso— Bromeo —A tu futura esposa no se le da bien la puntualidad así que será mejor que pases y esperes.

Me aparto para que así él, en su caro e impoluto traje negro, entre a casa.

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