Máximo alzó la mirada.
Su mano temblorosa, ya fuera por el frío o la incertidumbre, se extendió lentamente hacia Dylan.
Cuando sus dedos rozaron el rostro de su hijo, lo hizo con una suavidad que desarmaba cualquier barrera.
Aquella caricia no era como otras; tenía un peso especial, una intensidad que atravesaba la piel y llegaba directo al corazón.
Dylan permaneció inmóvil, permitiendo que el gesto lo envolviera.
En ese instante, entendió algo que había tardado años en vislumbrar: no todas las heridas necesitan perdón para sanar.
Algunas simplemente encuentran su redención en la aceptación. La aceptación de que, a pesar del dolor, la vida sigue adelante.
Con decisión, Dylan tomó a Máximo del brazo, ayudándolo a levantarse.
—Vamos, padre. Debemos ir a casa.
Máximo vaciló, una mezcla de incredulidad y miedo llenando sus ojos.
—¿Por qué estás aquí, Dylan? —preguntó, su voz quebrada por los sollozos—. ¡No merezco que me ayudes!
Dylan negó con la cabeza, y en su mirada había una calidez qu