Máximo se sentó en la fría camilla del hospital, su mirada perdida mientras el doctor terminaba de revisar la herida que nunca parecía sanar. La expresión del médico era seria, casi exasperada.
—Ya le he comentado antes, señor Aragón. Su problema de circulación está empeorando, y esa herida no ha cicatrizado en tres meses. Además, su reciente diagnóstico de diabetes lo está complicando aún más. Si no se cuida, podría enfrentar consecuencias graves.
Máximo levantó la mirada, con un brillo de incertidumbre en los ojos.
—¿Estoy muriendo? —preguntó, su voz cargada de un peso que llevaba acumulando en silencio.
El doctor lo miró con firmeza, aunque no sin cierta compasión.
—No por ahora, pero si sigue ignorando las recomendaciones, podría terminar lamentándolo.
La enfermera entró, interrumpiendo el tenso intercambio. Limpió la herida con cuidado, aunque el escozor hizo que Máximo frunciera el ceño. Después de vendarlo con movimientos meticulosos, le entregó las instrucciones con un tono ama