Una vez que estuve solo, no dudé en llamar a Víctor, mi mano derecha.
—¡Necesito a tus hombres aquí, en París, ahora! —grité sin el menor control, sintiendo como la rabia burbujeaba en mi interior—. Rastreen a ese maldito Marcos Kent. ¡Encuéntrenlo! ¡Hunde su empresa! Y contrata un equipo de guardaespaldas, los mejores que haya aquí. Que nadie se le acerque a Kiara.
Cada palabra salía empapada del deseo visceral de hacerle daño a Marcos. De romperlo. De borrar su existencia por haberse atrevido a tocarla. La imagen de esa marca en su piel, de su rostro destrozado, me nublaba el juicio. Solo el pensamiento de mis manos alrededor de su cuello me mantenía cuerdo.
Cerré los puños con tanta fuerza que las uñas se me clavaron en las palmas. Respiré hondo, tratando de domar la bestia que rugía dentro de mí.
«Kiara. Tenía que volver con ella»
Subí de vuelta a la suite de los Lancaster y llamé a la puerta con unos golpes secos. Frederick abrió casi de inmediato, su rostro serio.
—¿Cóm