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Alzaste ambas manos y moviste los dedos.

—¿Ves mis manos? —preguntaste muy serio.

—Sí —murmuré con aprensión.

Estiraste los brazos. —¿Y ves mis brazos?

En otro momento hubiera pensado algo como, ‘sí, y están mejores que los de Stewie Masterson, que tiene los brazos más lindos del mundo.’ Esa noche me limité a repetir: —Sí.

—¿Ves algo entre ellos, entre mis brazos?

Tu pregunta me desconcertó. ¿Qué clase de trampa era ésta?

—¿No? —aventuré.

—Bien, eso es lo que me tiene harto. Estoy cansado de este hueco frío entre mis brazos. Porque ahora mismo, tú deberías estar llenándolo, y no estás. Porque estás demasiado lejos de mí para que te abrace. Y sé que no puedes permitirte el lujo de un viaje hasta aquí. Pero yo sí puedo pagarlo. Así que soy yo el que va. Punto.

Yo seguía helada, enfrentando el teléfono con el ceño fruncido, completamente desconcertada. Por un lado, tus palabras acababan de matarme de la emoción. Y por otro,

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