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Reí por lo bajo de tu súbita locuacidad.

—Stewart, amigo, no necesitarás esa copa más, porque ya estás borracho.

—Oh, ¿lo estoy? ¿Entonces ya puedo cagarla?

—No, lo siento. Yo la cago, tú rompes, ¿recuerdas?

—¿Y entonces qué sigue ahora, zorro?

—Regalarte un vino envenenado por llamarme así, pendejo.

—Vamos, zorro, eso no me asusta, esmérate.

—No me presiones, Stewart —advertí, entre divertida y ofendida.

—Sé que puedes ser una perra cuando te lo propones. Vamos, pues, muéstrame esa parte de ti.

Iba a responder cuando me di cuenta que estabas esperando que yo dijera o hiciera algo en particular, y la sorpresa me impuso una pausa. Habías apurado esa copa de vino, volviendo a llenarla de inmediato a propósito, para acelerar ese humor desinhibido que precede a toda borrachera. Volví a enfrentarte incrédula.

—¡Stewart! ¿Intentas empujarme a que te desafíe a mostrarme tu cara? —exclamé.

Tu silencio fue

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