Mariano se inclinó hacia Stu mientras todo el salón bailaba y cantaba a voz en cuello.
—¿Es cierto que usted le dijo a Ragolini que si producía a MØRE le daría una oportunidad de hacerse rico?
Stu asintió sonriendo de costado e intentó responder, pero no pudo, su voz ahogada por los gritos del público. Mariano meneaba la cabeza, los ojos miopes en el escenario.
—Todos creímos que se refería a producir su gira solista —dijo, y volvió a enfrentarlo—. Pero usted no hablaba de eso. —Cabeceó hacia la banda—. ¡Usted se refería a ellos!
—Y al parecer eres el primero en tu compañía que comienza a sospechar lo que tienen en sus manos.
El representante asintió, aceptando el reproche sin intentar defenderse.
—No me animé a reservar un lugar más grande —admitió—. Los había visto tocar un par de veces en bares chicos, para amigos, y pensé que esto sería desafío suficiente.
—Creíste que la cantidad de gente los intimidaría. No te preocupes, no eres el único —terció Stu—. Por eso se quejaron de que el simple en estudio sonaba frío
—Y ahora veo que tienen razón.
Stu se limitó a asentir. Lo alegraba que el representante viera lo mismo que él. La banda de C no se perdía en jueguitos y guiños privados sobre el escenario, sino que dejaban esos juegos en la sala de ensayo y salían a tocar a lomos de la química que existía entre ellos, un equipo sólido que se divertía haciendo participar al público, invitándolos a ser parte de esa química por una canción o el set entero.
Stu y Mariano se demoraron mirando al público que vivaba a la banda entre canción y canción, una reproducción en miniatura de lo que a Stu y al resto de Slot Coin les pusiera la piel de gallina el año anterior, cuando tocaran en el estadio de La Plata, a pocos kilómetros de allí. Revivió a aquellas decenas de miles de personas vivándolo a voz en cuello, saltando, cantándole todas sus canciones de principio a fin y hasta las frases de guitarra de Finnegan.
Cuando terminó la canción, todas las mesas estaban vacías y la gente se apiñaba frente al escenario.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Stu viendo que C le hablaba al público.
—Que éstas son las dos últimas canciones —respondió Nahuel—. ¿Cuándo te encontrarás con ella?
—Me pidió que vaya a verla al vestidor tan pronto terminen de tocar.
—Eso es en menos de diez minutos. ¿Puedo ir contigo?
—Nosotros aguardaremos aquí, muchacho —intervino Finnegan.
—Tú vienes conmigo —lo corrigió Stu—. C fue muy clara al respecto: nos espera a los dos en el vestidor.
—¡Y ahora el rey del rock es un maldito cordero! —se burló el guitarrista, riendo a carcajadas—. ¡Si serás cobarde!
—No te preocupes, no tardarán —le dijo Ashley a Nahuel.
—¡Claro que no! ¡Mamá va a caer muerta apenas le vea la cara!
Los Finnegan rieron con el chico mientras Stu volvía a mirar el escenario.
No estaba nervioso, sino más bien expectante. En diez minutos él y C estarían al fin frente a frente y todo cambiaría entre ellos. Para siempre. Tal como dijera Nahuel: tan pronto C viera su cara.
Sus ojos regresaron a ella en el escenario, sin prestar atención a la canción. Sentía un extraño vacío en sus manos. Porque ella estaba tan cerca que no resultaba lógico que no estuviera entre sus brazos. Y él tenía tantos deseos de abrazarla.
Por cada vez que había precisado ayuda y compañía y ella había estado a su lado, sin sospechar siquiera el verdadero valor de sus palabras, su constancia, su respaldo. Por cada vez que ella había acudido a él con una pena, una duda, un problema, y lo poco que él podía ofrecerle siempre resultaba suficiente para devolverle la sonrisa.
Abrazarla por aceptar su mezquindad de ocultarle quién era, y aun así hallar en él motivos para quererlo, e incluso desearlo. Abrazarla para que por una vez no hicieran falta palabras entre ellos. Para barrer distancias y silencios. Para que ambos comprobaran que el otro era real, carne y hueso, y por fin se habían reunido.
Finnegan lo observaba con disimulo. Conocía esa expresión ausente que pretendía ocultar su ansiedad. La cual era comprensible, ahora que la cuenta regresiva entraba en su tramo final.
No se sorprendió cuando Stu se incorporó y le tocó un hombro en medio del estribillo.
—Vamos —dijo solamente, frotándose el pecho con gesto distraído, sintiendo que le ardía en lo que C estaba sintiendo al ver que el público cantaba con ella a todo pulmón.
Ashley y Nahuel les sonrieron. Mariano se irguió junto a ellos.
—Buena suerte —les deseó Ashley con un guiño alentador.
—Intenten no dejarme huérfano —dijo el chico.
Finnegan asintió riendo por lo bajo.
Stu ni siquiera los oyó, sus ojos trazando el camino más directo hacia la discreta puerta a la izquierda del escenario, en el otro extremo del salón.
—Por aquí —le dijo Mariano, abriendo la marcha.
Lo siguió en silencio, recordando cómo había decidido cruzar el mundo para conocerla.