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El viento que llegaba rugiendo del mar se arremolinaba en torno a la casita blanca, que se erguía solitaria e inerme. Y las ráfagas huracanadas vacilaban, como atraídas por las luces que brillaban en cada ventana, y la música que brotaba a través de las paredes encaladas. Pero detrás venían más ráfagas, que empujaban a las primeras a seguir su carrera precipitada para tomarse ellas su turno de vacilar un momento ante tanta indiferencia frente a su fuerza y su amenaza.

En la casita, los vidrios no sabían bien qué los hacía vibrar, la tormenta o la música. O las risas.

Dentro, Stu y C habían apartado la mesa del comedor y las sillas, y bailaban en el espacio que liberaran a medio camino de la cocina. Después de echar un vistazo a la música que trajera Stu, C había decidido que era demasiado depresiva para esa noche. De modo que había conectado su teléfono a la laptop rosa con stickers y había puesto todas las canciones que tenía en una larga lista para que se reprodujera

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