En mi casa, mientras yo metía apurada ropa en mi mochila, rogando no olvidarme nada importante, se planteó dónde cenaríamos, y decidimos comer ahí mismo, para que vos pudieras aprovechar y llamar a tus hijas.
—¿Hay algo que al menos parezca verde en esta casa? —te escuché preguntar desde la cocina.
Te encontré con el ceño fruncido delante de la heladera abierta y te señalé un volante pegado a la puerta de la propia heladera. Era verde. Me miraste con una cara que no precisaba traducción.
—Comida vegetariana a domicilio —expliqué muerta de risa—. No eres el único fanático del césped en mi vida, ¿sabes? Tuve que conservar esto por si a alguien se le ocurre tener una comida sana bajo mi techo.
—Veamos… —Intentaste leer las opciones del menú y te diste por vencido en menos de un minuto—. No entiendo una maldita palabra. ¿Podrías traducirme mis opciones?
Una vez hecho el pedido, que incluía mayonesa de ave para mí, te ayudé a acomodarte en el escritorio