Una Receta Inesperada
Una Receta Inesperada
Por: J Martinez
Capitulo 1

El eco de los pasos de Mateo resonaba en el salón vacío, vasto, un lienzo en blanco que su mente ya pintaba con los colores de su ambición. Era mediodía en La Latina, pero la luz que se colaba por los ventanales enrejados apenas iluminaba el polvo. Mateo, alto y con la silueta precisa que solo la dedicación obsesiva a un oficio puede esculpir, se detuvo en el centro del espacio principal. Inspiró hondo, sintiendo el aroma rancio a madera vieja y sueños olvidados, que él pronto transformaría en el perfume de la alta cocina.

—Aquí. Este es el lugar, Javier. Sin duda alguna.

Se giró para mirar a su primo, Javier, apoyado despreocupado en el marco de una puerta, con las manos en los bolsillos. Javier, un contraste más relajado a la intensidad de Mateo, sonrió.

—Vaya, Mateo. Te veo tan ilusionado como un niño con zapatos nuevos. ¿Seguro que no es el agotamiento? Anoche te dejé a las tres de la mañana con el plan de platos para el menú de primavera.

Mateo ignoró la burla. Caminó hacia la pared desnuda, casi tocándola con la punta de los dedos, como si quisiera palpar la esencia de lo que sería.

—No es cansancio, es visión. ¿Lo ves, Javier? La barra aquí. De mármol de Carrara, lisa, fría. Y las mesas… pocas. No quiero abarrotar. Espacio entre ellas, para que cada conversación sea un secreto bien guardado. La cocina, abierta. Transparencia. Que el comensal sienta el pulso, la energía.

Cerró los ojos por un instante, y el local desolado se transformó. Las paredes se cubrían de estuco veneciano en tonos tierra y oro, las lámparas de diseño colgaban como joyas etéreas, el murmullo de voces satisfechas llenaba el aire, el tintineo de copas, el susurro de los camareros. Y él, Mateo, en el corazón de todo, al mando de "Luz de Luna", su obra maestra.

Javier se acercó. —Es ambicioso, Mateo. Muy ambicioso. Ya tienes una estrella. ¿Por qué el riesgo? ¿Por qué ahora?

—Porque una estrella es un comienzo, no un final. Necesito mi propio lienzo. Un lugar donde nadie me diga qué ingredientes usar, qué técnica emplear, qué historia contar. Donde la única voz sea la mía. Donde "Mateo" sea sinónimo de una experiencia inigualable. Y La Latina… tiene alma. La gente de aquí aprecia lo auténtico, pero también está lista para la vanguardia. Es el equilibrio perfecto.

El perfeccionismo de Mateo era su motor, y su condena. Cada plato era una obsesión, cada detalle, una batalla ganada o perdida. Y ese local, con sus techos altos y su historia, era la siguiente cima a conquistar.

Mientras hablaban, se escucharon otros pasos. Ligeros, pero decididos. Un hombre de traje impecable y porte serio apareció en el umbral. Era Pablo, el agente inmobiliario.

La sonrisa de Mateo se ensanchó. —Ah, Pablo. Justo a tiempo. ¿Hemos firmado ya? ¿O quieres que te invite a un café para cerrar el trato? Soy un hombre impaciente cuando el instinto me grita.

Pablo, con una sonrisa forzada, se aclaró la garganta. Su semblante, usualmente profesional y compuesto, mostraba una inusual incomodidad.

—Señor Vega, lamento… lamento informarle que ha surgido un inconveniente.

La sonrisa de Mateo se desvaneció al instante. —¿Inconveniente? Pablo, hemos estado trabajando en esto durante semanas. Usted me aseguró que el local estaba disponible. Que mi oferta era la más sólida.

—Y lo era, señor Vega, créame. Pero… ha aparecido otra oferta. El propietario, Don Ricardo, está en un punto… delicado. Ha habido una contraoferta.

Javier frunció el ceño. —¿Una contraoferta? ¿Quién? ¿Otro inversor? No nos dijiste que hubiera más interesados tan seriamente.

Pablo dudó, ajustándose la corbata. —No es… no es un inversor. Es… una pastelera.

Mateo parpadeó, incrédulo. Soltó una carcajada. —¿Una pastelera? ¿En serio? ¿Me está diciendo que mi proyecto, mi visión para Luz de Luna está en competencia con… con alguien que hace tartas?

—Señor Vega, la señora… Sofía García… tiene un obrador muy respetado en el barrio. Una clientela fiel. Don Ricardo la estima mucho. Su oferta es… también muy atractiva. Y su concepto, aunque diferente, tiene un gran apoyo local.

—¿Apoyo local? —Mateo se echó a reír de nuevo, esta vez con más sarcasmo—. ¿Me está comparando a mí, a Mateo Vega, con una pastelera de barrio que hace magdalenas y bizcochos? Esto es un insulto, Pablo. Es una broma de mal gusto.

Javier, viendo el volcán a punto de erupcionar, se acercó a su primo. —Mateo, tranquilo. Hay que…

—¡Tranquilo! —Mateo lo interrumpió—. ¿Cómo voy a estar tranquilo? Este es mi sueño, Javier. Mi siguiente paso. Y me lo van a arrebatar por… ¿por galletas?

Pablo, sudando, intentó mediar. —Don Ricardo es un hombre de principios, señor Vega. Valora mucho la historia de este local y la tradición del barrio. Está dispuesto a… a escuchar ambas propuestas. A darles una oportunidad.

Mateo se giró hacia él. —¿Oportunidad? Ya le di mi oferta. Mi visión es clara. Este no es un obrador de galletas, Pablo. Este es el futuro de la gastronomía en Madrid.

Se pasó una mano por el pelo, exasperado. La idea de que una "pastelera de barrio" pudiera siquiera rivalizar con él por aquel espacio era un golpe a su ego, a su trayectoria, a su sentido de la justicia culinaria.

—Dígame algo, Pablo —dijo Mateo, cortante—. ¿Cuándo podremos hablar con Don Ricardo? Y con… con la "señora pastelera". Quiero ver la cara de la persona que se atreve a interponerse en mi camino.

—Mañana por la mañana. En la oficina del notario. Allí se reunirán.

Mateo asintió. Su sueño, "Luz de Luna", no sería eclipsado por el dulce aroma de unos pasteles caseros. Esto era una guerra de sabores, y Mateo Vega no pensaba perderla. Miró el espacio una vez más, no ya como un lienzo, sino como un campo de batalla.

El aroma dulce y envolvente del bizcocho recién horneado flotaba por las calles adoquinadas de La Latina, una invitación que pocas narices podían resistir. Provenía de "El Dulce Rincón", un pequeño obrador que no tenía pretensiones de modernidad, sino la calidez inconfundible de lo auténtico. Allí, entre sacos de harina y el tintineo de moldes metálicos, se movía Sofía. Llevaba el pelo recogido en una trenza floja que se escapaba de vez en cuando, y su delantal blanco, salpicado de manchas de chocolate y azúcar glas, era un mapa de sus días.

Aquel martes, el obrador bullía. Manolo, el anciano cliente fiel, estaba sentado en su taburete habitual junto a la ventana, saboreando una magdalena de limón con un café con leche. Dolores, la vecina chismosa —aunque de buen corazón, como solía decir Sofía con una sonrisa indulgente—, acababa de entrar, su voz resonando con los últimos cotilleos del mercado.

—¡Sofía, cariño! ¿Tienes esa empanadilla de manzana que me vuelve loca? ¡La que lleva un toque de canela que me recuerda a mi abuela!

Sofía emergió de la cocina, una sonrisa luminosa en el rostro, las manos enharinadas. Su presencia era como la de un sol amable, irradiando dulzura. —¡Claro que sí, Dolores! Acaba de salir del horno. Con el azúcar quemado justo como te gusta.

Mientras le servía la empanadilla, Clara, su hermana menor, terminaba de etiquetar unas galletas. Clara era más vivaz, con una energía que complementaba la calma de Sofía. —Mamá dice que la remesa de rosquillas de anís se acaba en media hora, Sofía. Tendremos que poner otra tanda si queremos tener para la tarde.

Sofía asintió, su mirada ya calculando tiempos y temperaturas. Su madre, Pilar, una mujer de manos callosas y mirada serena, apareció desde la trastienda, secándose las manos en un paño. Pilar era el cimiento silencioso de "El Dulce Rincón", la portadora de las recetas ancestrales, la sabiduría de generaciones.

—No te apures, hija. Con calma y buena letra. La prisa es mala consejera en la cocina y en la vida. Ya puse la masa a levar.

Sofía suspiró. Siempre encontraba la palabra justa. Su obrador no era solo un negocio; era una extensión de su hogar, un punto de encuentro para el barrio. La repostería para ella no era solo azúcar y harina; era amor, tradición, consuelo. Cada bizcocho, cada galleta, cada tarta, llevaba un pedazo de su alma. Soñaba con expandirse, sí, pero sin perder esa esencia. Necesitaba un local más grande, con espacio para talleres de repostería para niños y mayores, con un pequeño rincón de lectura donde la gente pudiera sentarse y disfrutar tranquilamente de un café y un buen libro. Un espacio que siguiera siendo parte del barrio.

Y el local de Don Ricardo, ese viejo palacete que llevaba años vacío, era perfecto. Era grande, sí, pero tenía el encanto antiguo, los ventanales amplios que dejaban entrar la luz de Madrid, y una historia que parecía invitar a nuevas historias. Sofía había estado negociando con Pablo, el agente inmobiliario, durante meses. Había puesto todos sus ahorros y los de su familia en esa oferta. Estaba tan cerca de cumplir su sueño.

La campana de la entrada tintineó de nuevo, y una joven Lucía, su ayudante en el obrador, apareció con un paquete de recibos. Lucía, con apenas veinte años, miraba a Sofía con una admiración, como si fuera una maga del dulce.

—Sofía, Pablo el de la inmobiliaria llamó hace un momento. Dijo que era urgente, que te devolviera la llamada. Sonaba un poco… extraño.

El corazón de Sofía dio un vuelco. ¿Extraño? Había entregado su oferta la semana pasada. Todo estaba casi cerrado. Se excusó rápidamente con Dolores y Manolo, y fue a la pequeña oficina improvisada en la trastienda. Marcó el número con un temblor en los dedos.

—¿Pablo? Soy Sofía. Me ha dicho Lucía que me llamabas.

La voz de Pablo, al otro lado de la línea. —Señora García, lo lamento muchísimo. Pero ha surgido un… un imprevisto.

Sofia se apoyó en el viejo escritorio. —¿Un imprevisto? ¿De qué habla? ¿Ha pasado algo con Don Ricardo? ¿La hipoteca?

—No, no, nada de eso. El local… el local ha recibido otra oferta.

Sofía sintió un escalofrío. Otra oferta. ¿Quién?  —¿Otra oferta? Pero… ¿y mi propuesta? Pablo, lo tenemos todo. Hemos hablado con Don Ricardo. Le ha gustado el proyecto.

—Lo sé, señora García. Y su oferta es fantástica. Pero esta… esta es muy fuerte. Y viene de… un chef. Un chef con estrella Michelin, de renombre. Mateo Vega.

Sofía parpadeó. Mateo Vega. Había oído hablar de él. Sus restaurantes eran templos de la alta cocina, lugares donde se pagaban fortunas por platos que parecían obras de arte microscópicas. Un mundo completamente ajeno al suyo.

—¿Un chef? —su voz estaba llena de incredulidad—. ¿Un chef quiere montar un restaurante de alta cocina en el viejo palacete de Don Ricardo? Pero si… si es para un obrador, un espacio para el barrio.

—Su visión es otra, señora García. Él quiere un restaurante insignia. De alta gastronomía. Lo llama "Luz de Luna".

El nombre, "Luz de Luna", sonó pomposo, casi arrogante, en la cabeza de Sofía, un contraste brutal con la sencillez y el arraigo de "El Dulce Rincón". Sintió una punzada de miedo y una oleada de rabia. ¿Un chef? ¿Con sus precios desorbitados y sus platos minúsculos? Eso no era para La Latina. Eso no era para su barrio.

—¿Y qué pasa ahora, Pablo? ¿Significa que lo he perdido? ¿Que todo mi esfuerzo ha sido en vano?

La voz de Sofía se quebró, a pesar de sus esfuerzos por mantener la compostura. Toda su vida había sido trabajo duro y dedicación. No podía perder este sueño.

—Don Ricardo… Don Ricardo es peculiar. No quiere decepcionar a nadie. Ha propuesto una reunión. Quiere que se vean. Que ambos expongan sus argumentos. Dice que decidirá después de escucharlos a los dos. Mañana por la mañana. En la notaría.

Sofía apretó los puños. ¿Una reunión? ¿Con un chef engreído que probablemente la vería como una simple "pastelera de barrio"? La imagen de un hombre altivo y pretencioso se formó en su mente. Él, con sus técnicas de vanguardia; ella, con sus recetas de la abuela. Era como David y Goliat, pero en versión culinaria.

—De acuerdo, Pablo. Dígale a Don Ricardo que estaré allí. Mañana.

Colgó el teléfono y se quedó un momento, contemplando el viejo calendario de pared. La fecha marcada para el inicio de las obras en el nuevo local parecía ahora una burla cruel. La amenaza era real. No era solo un local; era el futuro de "El Dulce Rincón", de sus sueños para el barrio, de su propia identidad. La competencia había llegado, y no venía con bandejas de magdalenas, sino con la promesa de estrellas y aires de grandeza.

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