El silencio forzado en el auto estalló con el chirrido de los neumáticos al acelerar. Valeria, que apenas empezaba a relajarse, se enderezó de golpe, sintiendo un frío helado en el estómago.
—¡Alexander, ¿qué demonios está pasando? ¡Dime! —su voz era un grito agudo, rozando el pánico.
Alexander no despegó los ojos del retrovisor; los autos lo seguían.
—¡Cálmate, Valeria! Cálmate te lo suplico —su voz, aunque autoritaria, pero sin gritar, solicitaba que mantuviera la calma. Estaba concentrado en el camino—. Nos están siguiendo. Tienes que mantener la cabeza fría.
La calma era una orden imposible. Al ver la confirmación del peligro en el rostro de Alexander, un sollozo ahogado se liberó de su pecho.
No quería morir. Tenía tanto miedo.
—¡Todo esto es por tu culpa! ¡Debiste ignorarlo! ¡Tu estúpida necesidad de cortesía! —gritó, las lágrimas nublándole la vista.
Alexander, con una habilidad aterradora, tomó una curva cerrada. El auto derrapó, pero él lo enderezó sin esfuerzo. Acele