—Valeria, deberías ir a descansar —declaró Alexander, mientras colocaba ambas manos sobre sus hombros.
Ante ese contacto, ella se sintió extrañamente nerviosa. Después de la confesión en el auto y la inesperada demostración de afecto, otra vez afloraban dentro de ella emociones que realmente no sabía cómo manejar. Sintió que se le anudaba la garganta y que el estómago se le revolvía cada vez que ese tipo de conexión surgía entre ellos. Era realmente inevitable.
—Sin embargo —continuó Alexander, informándole, sin darle opción a elegir—. no puedes irte a la cama sin haber comido algo antes. Así que te prepararé algo de comida.
La orden, aunque envuelta en un tono de cuidado, era clara: él decidía.
—No creo que debas cocinarme algo —replicó Valeria, su voz apenas un hilo—. Además, no tengo apetito. No tengo ganas de comer. No te preocupes, Alexander.
Él la miró con reprobación y, con una lentitud deliberada que le erizó la piel, la giró completamente hacia él. Sus manos se movieron de su