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Alexander estaba meticulosamente inmerso en su trabajo. Tenía el escritorio repleto de documentos, una auténtica montaña que demandaba orden. Por ello, le pidió a su secretaria, Elena, que lo hiciera.

—Señor, ¿así que lo que desea es que limpie y ordene su escritorio, no es así? —preguntó Elena.

El hombre asintió.

—Has entendido muy bien. No es exactamente tu trabajo, pero no puedo trabajar con este desorden. Tómate el tiempo que necesites —añadió, antes de dejarla sola en la oficina.

Elena se quedó un poco extrañada. Normalmente, Alexander no se comportaba de esa manera; en otra situación, le habría dado un plazo apremiante y habría sido mucho más demandante. Sin darle más vueltas al asunto, comenzó a limpiar, ordenando todo hasta dejarlo reluciente. No se tardó demasiado; en corto tiempo, logró que todo se viera perfectamente. Cuando Alexander regresó, ni siquiera le dio el visto bueno, no le dijo nada. Solo le indicó que ya se podía retirar. Elena, que esperaba al menos un agradeci
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