la puerta, la encontró en el elegante salón, donde los muebles antiguos y las cortinas pesadas le daban un aire de solemnidad y rigidez. Marie estaba sentada en su sillón favorito, con un libro en las manos y una copa de vino en la mesa a su lado.
Al verlo entrar de esa manera, con el ceño fruncido y los puños apretados, levantó la vista y esbozó una sonrisa fría.
—¿Qué te trae por aquí, Alexandre? —preguntó, dejando el libro a un lado.
Alexandre cerró la puerta con un golpe seco y se acercó, su respiración agitada y sus ojos brillando con rabia contenida.
—¿Cómo pudiste? —dijo, su voz baja pero cargada de indignación—. ¿Envenenar a Ava y Sebastián? ¡Eso no formaba parte de los planes! No voy a convertirme en un asesino, madre.
Marie lo miró con desdén, su sonrisa desapareciendo lentamente.
—Merecen lo peor, Alexandre —respondió, con una voz que goteaba veneno—. Ellos mataron a tu padre. Son los verdaderos asesinos aquí.
Alexandre sacudió la cabeza, acercándose más a ella, su figura i