Espérame, mi amor, espera por mí
No importa qué tan negra esté la noche
Ni qué tan hondo sea el abismo
Si tú estás al otro lado, esperándome llegar
Yo saltaré alto, podré ver en la oscuridad.
Jennifer miró el cuarto de ropas todo lo minuciosamente que sus nervios le permitían. Sentía el corazón palpitando en su garganta, la sangre agolparse en su cabeza, y las palmas de las manos húmedas. Respiró profundo varias veces y miró de nuevo a su medio hermano recién descubierto, pero verlo le dolía, pues se parecía bastante a su padre.
William Hendricks había muerto a los cincuenta y siete años, demasiado joven. Había unos cuantos años de diferencia con su madre, Lucile, que apenas tenía cuarenta y nueve, pero habían sabido entenderse, y al final de sus vidas, habían estado muy enamorados. Esto era una prueba fehaciente de que hasta los hombres más correctos tenían taras en sus hojas de vida, pequeños errores que podían convertirse en enormes complicaciones; y esta complicación en especial e