Robert miró de nuevo su viejo reloj y le dio un trago a su cerveza. No estaba tan fría, ni tan espumosa. Y el sitio en el que estaba tampoco era muy limpio.
—Debes andarte con cuidado —escuchó que alguien decía —no te gires —advirtió esa voz—. Deja las cosas así, no sigas investigando.
— ¿Quién eres?
—Para ya de buscar, y haz que tus hermanos también se detengan.
—Jamás.
—Se hará cada día más peligroso.
—Ya lo sabía cuando inicié esta investigación.
—No, no tenías ni idea, y sigues sin tener idea. Gente que amas sufrirá.
—La poca gente que amo está bien resguardada.
—No podrás decir lo mismo si insistes. Es gente poderosa, Blackwell. Gente horrible y poderosa.
—Yo también soy horrible y poderoso.
—No —insistió la voz, y Robert apretó los dientes por no poder girarse a mirar quién le hablaba. Tampoco reconocía la voz, que parecía un poco disfónica, como si se hubiese lastimado la garganta; sólo podía entender que era un hombre asustado que creía estarle haciendo un bien—. Tú jamás… har