El doctor Lambert sufrió un sobresalto apenas escuchó lo que Ava decía.
Jamás habría esperado que esa muchacha, con rostro dulce y ojos siempre tan llenos de ingenuidad, hubiera descubierto el error médico que él tanto había intentado enterrar bajo capas de formalidad y rutinas. Mucho menos habría imaginado que tendría la osadía de presentarse allí, frente a él, para pedirle algo tan delicado como que la ayudara con su embarazo.
El aire de la consulta, cargado con el aroma a desinfectante y a medicamentos, se volvió más espeso de lo habitual. El galeno sintió cómo un sudor frío le recorría la nuca. Sus pensamientos se atropellaban unos con otros.
—¿Qué podría hacer yo? —se repitió en silencio, con un nudo en el estómago.
Si la señora Sophie Laurent llegaba a enterarse, sería su fin. Su carrera quedaría arruinada, su título correría el riesgo de ser suspendido y toda la fachada de prestigio que había construido durante décadas se derrumbaría en cuestión de segundos.
No. No podía arrie