Capítulo 4. ¿Un hombre incompleto?

Santiago la observó irse y se quedó en su oficina, pensativo, con los brazos cruzados y la mirada perdida.

Un suave y reconocible golpe en la puerta lo sacó de su silencio algo solemne.

Seguramente era Eduardo.

-Adelante.

Su padre entró veloz, con una sonrisa triunfante y unos documentos en las manos.

El joven suspiró mientras lo miraba a los ojos y se recostaba en su asiento con resignación.

-Bien, papá, esta vez ganaste… te saliste con la tuya.

El hombre mayor dejó los papeles en el escritorio y se sentó en el sillón enorme y reluciente de la oficina de su hijo antes de responder:

-Ambos ganamos, Santiago. Esa mujer trabajará bien, estoy seguro, y te ayudará con lo que sea necesario. Te traje su currículo, ni siquiera lo miraste.

-Confío en tu criterio…

-De todas maneras te lo dejaré. Allí están sus datos de contacto para que los agendes… y para que veas que no la contraté por capricho o compasión. Tiene excelente preparación.

El joven respondió con fastidio, presionando el puente de su nariz entre el pulgar y el índice.

-De acuerdo, papá, lo veré. Si eso te deja tranquilo…

Eduardo lo miró, curioso.

-¿Cuál es el problema? ¿Aún quieres una jovencita poco capacitada sólo para saciar tus instintos en ese escritorio? ¿Aún te molesta que no haya elegido a una mujer veinteañera y despampanante que te excite?... Porque no creo que tengas muchos problemas para conseguirlas por tu cuenta…

Su hijo se quedó en silencio. No era eso lo que le molestaba de todo este asunto de la secretaria de cuatro décadas.

Pero tampoco sabía qué era lo que lo tenía incómodo.

-No… no es eso. No me siento bien. Me duele la cabeza…

Su padre se puso de pie.

-Bien, te dejaré trabajar entonces… Le dire a Judy que te traiga un analgésico.

El hombre se fue en silencio, sabiendo que su hijo mentía, mientras Santiago leía con detenimiento los documentos frente a él.

Muriel Márquez era interesante.

Y sí.

No se mentiría.

Por un momento, fugaz, se la había imaginado en su escritorio, y no precisamente trabajando.

Cuando terminó su reunión con recursos humanos, Muriel salió de la empresa con la mirada luminosa, y tomó el autobús hacia el banco, depositó el gran cheque llena de emoción, sus primeros ahorros reales en años, y extrajo una pequeña fracción para ir al centro comercial y comprar ropa para la oficina.

Eligió algunos conjuntos simples pero versátiles, de los colores que amaba, y que, sobre todo, se ajustaban a sus medidas actuales, en particular las camisas.

Le compró a Joaquín el juego nuevo que llevaba meses pidiéndole, y una novela de fantasía de la saga que él amaba.

Y por último, eligió un regalo para su hermana, que siempre estaba cuando la necesitaba.

Regresó a su pequeña casa, exhausta, pero feliz.

Cuando su hermana la vio entrar, adivinó la buena noticia, pues el rostro de Muriel nunca había sabido ocultar nada:

-¡Sí! ¡Sabía que lo lograrías a pesar de tu horrible traje!

-¡Oye! Más respeto con tu hermana mayor…

-Estoy tan feliz por tí… aunque te pelee…

La abrazó.

-Lo sé, Sabrina. Gracias… y por eso te traje un regalo. Pedí un adelanto y mi jefe aceptó. Así que hice compras…

Los ojos de su hermana brillaron.

-¿Un regalo? ¿Qué es?

Muriel sonrió y le tendió la caja.

-Míralo…

Sabrina abrió el paquete con ansiedad, encontrándose con algo que llevaba años deseando: una laptop nueva, más rápida, para seguir trabajando en los diseños que amaba y continuar sus estudios en la escuela de Diseño de Indumentaria.

Sus ojos se llenaron de emoción.

-Gracias, Muriel, no debiste gastar tanto. Necesitabas ahorrar.

-Lo sé, pero te la mereces. Sin tí no habría podido cuidar a Joaquín como hasta ahora…

-Has hecho un gran trabajo con ese pequeño, Muriel. Hoy desayunó sin chistar y fue a la escuela. Luego almorzamos, y ahora está en su habitación lo más tranquilo… no es difícil cuidarlo, te lo aseguro…

Muriel sonrió con un dejo de tristeza, recordando que no siempre fue así, que hace cuatro años las pesadillas no lo dejaban dormir.

-Iré a verlo, también le traje regalos…

Subió las escaleras con la bolsa en una mano y golpeó la puerta del cuarto de su hijo.

Silencio.

Abrió la puerta y lo descubrió escribiendo en su cuaderno con los auriculares puestos. De pronto lo vio tan grande que la invadió la nostalgia.

Recordaba cuando era pequeño y podía sostenerlo con un solo brazo y eso la hizo sonreír de nuevo.

Se acercó lentamente y le tocó el hombro, sacándolo de su concentración.

Joaquín se quitó los auriculares y le sonrió con afecto.

-No sabía que ya habías vuelto, mamá… ¿Conseguiste el empleo?

Ella le devolvió la sonrisa.

-¡Sí! Mañana comienzo, pero ya tengo mi primer sueldo.- sacó la bolsa que ocultaba en su espalda y se la tendió-. Por eso, te traje un regalo…

Los ojos del adolescente brillaron.

-¿Un regalo?

Lo abrió con prisa y su entusiasmo aumentó al descubrir lo que Muriel le había comprado.

Sólo por ver esa luz en su rostro, valía la pena cualquier sacrificio que hubiera hecho los últimos doce años.

Al verlo olvidaba al inútil de Javier y todo su sufrimiento por desamor.

El jovencito la abrazó.

-Gracias, ma, eres la mejor y la más hermosa -la aduló y luego puso sus manos morenas en un gesto de súplica-… ¿Puedo jugar ahora? Sólo un rato, casi termino mis tareas.

Ella asintió.

-Claro, hijo. Te avisaré cuando esté la cena.

Ojalá en su futuro, a partir de ahora, hubiera muchos días así.

Por un momento, mientras cocinaba, pensó en Santiago Esquivel.

No exactamente en él, sino en la inaudita situación de añorar un hombre a su lado, aunque su jefe era demasiado joven para ella.

Los últimos años de su vida, había sentido plenitud en la maternidad, en la supervivencia diaria.

Ese día, al sentir que en sus entrañas se removía una calidez conocida, había comenzado a dudar.

Pero más tarde, cenando, conversando y riendo con su hijo y su hermana, desechó esas dudas.

El tren del amor ya había pasado para ella y sus prioridades eran otras.

Su existencia, apacible y feliz, era suficiente.

O al menos, eso creía Muriel.

En cambio, en su lujosa casa, Santiago Esquivel se sentía intranquilo.

Su vida inquieta, de fiestas, evadiendo obligaciones, viajando… nunca lo había hecho sentirse completo.

Siempre le faltó algo.

Pero no se quedaría como un idiota mirando al techo de su habitación.

Tenía decenas de invitaciones a fiestas, cenas, espectáculos…

Esa noche, como tantas otras, Santiago se puso un traje hecho a medida, que marcaba su perfecta figura, y salió a una de sus cenas, luego al teatro, y finalmente a una fiesta en un club exclusivo, donde varias mujeres lo rodearon al instante.

No supo muy bien cómo sucedió, pero finalmente terminó con su cuerpo adherido a una joven mujer, alta, de grandes senos, cabello castaño y ojos dorados.

Una mujer complaciente, de conversación vacía pero labios hábiles, de gustos íntimos algo excéntricos y curvas acogedoras.

No supo muy bien cómo sucedió, pero era la madrugada del día siguiente y Santiago Esquivel embestía con cierta rabia a la mujer que gemía de placer, sobre su despoblado escritorio, en su impersonal oficina, en el último piso de ese edificio imponente en el que él no deseaba estar.

Se quedó dormido, aferrado a la cintura delgada de su acompañante, en el amplio sillón de su lugar de trabajo.

Y no soñó con nada.

Había bebido lo suficiente como para asegurarse de ello.

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