Capítulo 5. No puedo llorar por él

A la mañana temprano, Muriel dejó listo el desayuno para su hijo y su hermana, se puso su nuevo traje, uno color coral que le había fascinado, con una suave camisa de seda artificial color crema.

Se sujetó el cabello en un semi recogido y salió a tomar el autobús.

El viaje largo la hizo pensar que, si su trabajo prosperaba, tendría que comprar un auto, así el trayecto sería más breve y podía desayunar con su hijo antes de que se fuera a la escuela, que quedaba a dos calles de su pequeña casa.

Llegó a Esquivel Tech a horario, saludó a la antipática recepcionista y fue a su oficina, que era sencilla pero perfecta.

Dejó la puerta abierta, atenta a la oficina de su jefe, por si acaso.

Abrió la laptop y descubrió varios correos con las tareas con las que debería empezar ese día, y se puso manos a la obra.

Media hora más tarde, escuchó unas voces en la oficina de Santiago Esquivel.

"Qué extraño, pensé que no llegaría temprano", se dijo.

Luego, un grito de mujer la sobresaltó.

Por instinto, dio un salto y se apresuró a abrir la puerta.

En su mente, construyó la hipótesis de que tal vez alguien de limpieza hacía el aseo a esa hora y había tenido un accidente.

Por eso, no estaba lista para presenciar la casi grotesca imagen que se desplegó ante sus ojos.

Su jefe se reclinaba sobre la espalda de una jovencita que, apoyada en el escritorio mientras él la sujetaba con fuerza de las caderas, embistiéndola, era quien gritaba como una gata en celo.

El hombre la miró con sorpresa, aunque sin dejar de hacer lo que estaba claramente disfrutando, y Muriel salió en silencio, tratando de borrar de su mente los detalles de ese cuadro singular.

Se sentó de regreso en su oficina, tragó con fuerza y siguió trabajando.

Algunos minutos más tarde, la joven salió despeinada y con visible fastidio de la oficina.

Ella no fue la única que la vio salir, ya que la castaña se cruzó también con Eduardo Esquivel.

Un rato después, el hombre mayor golpeó la puerta de la oficina de su hijo, no sin antes saludar con una sonrisa a Muriel.

-Buenos días, señorita Márquez.

Ella respondió sonriendo a su vez:

-Buenos días, señor Esquivel.

En ese momento un renovado Santiago, recién duchado y con un impecable traje gris, abrió la puerta con fastidio.

Su padre habló con reproche:

-Bueno, hijo, esto de traerte mujeres aquí, es nuevo… más vale que no se repita.

El joven hizo una mueca cínica.

-Por lo menos esta vez llegué temprano…

-Por lo menos…

Se midieron con la mirada hasta que Eduardo habló.

-Te espero en una hora en la sala de juntas. Tenemos una reunión con los australianos. Necesitamos dar una buena impresión, así que asegúrate de desayunar bien y tomar algo para tu resaca.

-Por supuesto, mi general…

-Detesto cuando te haces el irónico…

Su padre se fue, dejándolo de pie en la puerta, con Muriel escuchando todo en contra de su voluntad.

Su jefe la miró. Inexpresivo.

-Señorita Márquez, consígame un desayuno y un analgésico.

Ella se puso de pie mientras preguntaba:

-¿Algo en particular?

-Lo que sea, pero rápido.

Y se metió de nuevo en su oficina.

"Rápido no conseguiré nada bueno en los alrededores", pensó la mujer.

En recursos humanos le informaron que la empresa tenía una cocina bien equipada, así que decidió que "rápido y casero" era buena idea y se puso a cocinar algo completo, como había hecho antes de salir, para su familia.

Llevó todo en una bandeja, incluso el analgésico y se lo entregó en silencio y evitando mirarlo directamente.

Temía las imágenes de su mente traidora, donde el cuerpo desnudo y perfectamente marcado, tostado y firme de Santiago, se movía brillando por el sudor, con el negro cabello desordenado y los ojos verdes oscurecidos por la lujuria.

Temía el impulso primitivo, reprimido por años de ausencia, que se removía en su interior al estar cerca de ese hombre, inalcanzable, demasiado joven, demasiado mujeriego, demasiado perdido en sus vanidades como para ver más allá de su nariz.

Sin duda, un mal presagio hecho persona.

Santiago la miró apenas, y la despidió con un gesto displicente de su cabeza.

La resaca le impedía pensar, el agobio de la noche de juerga, el recuerdo de la extraña necesidad que esa madrugada lo había motivado a llevar, como nunca lo había hecho, una mujer desconocida a su oficina.

Esperaba no haber cometido un error que luego lamentara.

Había un motivo para no llevar sus conquistas a su casa o su trabajo, y era que, en el pasado, más de una jovencita lo había acosado, con ilusiones de ser algo más que el amor pasajero de una noche de pasión.

Mientras Muriel salía de la oficina en silencio, para regresar a su trabajo y concentrarse en lo que correspondía, él la observó, preguntándose si, tal vez, la singular madre divorciada lo inquietaba más de lo que quisiera admitir.

Con el traje nuevo, realmente mejoraba mucho su aspecto.

Sacudió la cabeza, desechando sus pensamientos, y se concentró en desayunar.

Todo frente a él se veía y olía delicioso, pero poco familiar, no lo reconocía como algo comprado en las cercanías.

Pero si se veía y olía bien, el sabor resultó insuperable, a menos que se comparara con algunos de los platillos de Edith.

Cuando superara la molesta vergüenza que sentía por haber sido sorprendido en su oficina con una mujer, le preguntaría dónde había comprado aquel banquete matinal.

Porque, aunque no negara su fama de galán y conquistador empedernido, y supiera con vanidad que era codiciado, eso no significaba que fuera un exhibicionista y que no se avergonzara de la situación provocada ese día, no sólo por la reprimenda de su padre, si no también por la mirada de decepción de su secretaria.

Muriel se dedicó la hora siguiente a trabajar, atenta a la puerta de la oficina de su jefe y al teléfono, pero nada alteró la paz.

No negaría que, ocasionalmente, el cuadro excitante de Santiago Esquivel convertido en un semental contra su escritorio minimalista, la asaltaba de golpe.

Ella no recordaba haber tenido nunca algo así con Javier, esa pasión, esa fuerza con la que ese hombre parecía entregarse.

Siendo honesta, su ex marido había sido básico y aburrido, con pocas satisfacciones y momentos de clímax para ella… pero en ese entonces a ella poco le importaba: estaba enamorada, y eso era todo.

Era su amor el que sostenía un matrimonio lleno de monotonía, y claro, cuando descubrió la infidelidad, se dio cuenta que la única condenada a la rutina, había sido ella, mientras Javier se divertía a sus espaldas con una muchachita joven.

Estaba recordando el día en que esa mujer se presentó en la puerta de su casa, con una sonrisa de suficiencia y un embarazo en el segundo trimestre, el momento exacto en que su ilusión se quebró, cuando la puerta de su jefe se abrió de repente, devolviéndola al presente con una lágrima escurridiza rodando por su mejilla.

"Ridículo", se dijo, "¿Cómo es posible que sigas llorando después de tantos años?".

Descubrió que su trabajo nuevo no era lugar para lamentarse cuando la puerta se abrió de golpe mostrando a la persona que menos deseaba ver...

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