La mañana en la oficina transcurría con un silencio incómodo. Nada parecía haber cambiado físicamente desde que Luciana y Dylan se habían ausentado para su boda, pero el ambiente era distinto, más denso. Los saludos que antes eran alegres y relajados, ahora eran formales, casi ceremoniosos.
—Buenos días, señora Richard —dijo uno de los diseñadores al pasar junto a Luciana.
Ella alzó una ceja. ¿Señora Richard?
—Buenos días —respondió con una sonrisa educada, aunque por dentro no sabía si reír o rodar los ojos.
En el escritorio que compartía con Dylan, los documentos la esperaban en orden. Todo estaba como lo habían dejado, salvo por la rigidez en las miradas de los compañeros. Se notaba que la noticia de su matrimonio se había filtrado. Y no de la manera planeada.
Desde que las fotos de su boda en México comenzaron a circular —escasas, borrosas, tomadas con el zoom de algún infiltrado—, la empresa entera no hablaba de otra cosa. Dylan Richard, el heredero más mujeriego y despreoc