El aire en el ático de los Donovan, una semana después de las explosiones gemelas que habían reducido a escombros la impecable fachada de los hoteles White Heaven, era espeso y volátil. Una tempestad de furia impotente rugía entre sus paredes doradas. Murphy, un hombre cuya compostura solía ser su armadura, ahora caminaba de un lado a otro, escupiendo maldiciones que desgarraban el silencio del lujoso salón.
Pero Tracy vivía en un silencio más profundo, más helado. Para ella, la tempestad era interna, una tormenta de miedo sin palabras. La noche anterior había llegado una caja, una simple caja blanca. Pequeña, sobria, parecida al estuche de un reloj de lujo.
Y sin embargo, Tracy conocía demasiado bien ese empaque. Su vista era un eco escalofriante, un recuerdo afilado como una aguja que se hundía en su mente, presagiando calamidad.
Sus dedos, casi entumecidos por la premonición, la abrieron. Y en ese instante, su corazón no solo se desplomó: pareció olvidar su ritmo, su deber de mante