Si el arrepentimiento era la maldición de la mente, entonces la culpa era el parásito—lento, paciente y despiadado. Roía cada capa de paz que le quedaba, vaciándola por dentro hasta que no quedaba nada más que un conjunto de pecados de los que ya no podía huir.
Vivian Holman permanecía muy quieta, pero por dentro temblaba con suficiente fuerza como para sacudir huesos. Todo había comenzado semanas atrás, el día en que Marcus Lee apareció en su puerta con esa pequeña sonrisa engreída que llevaba como una insignia. Recordaba cómo la garganta se le cerró en cuanto lo vio—cómo el aire se volvió demasiado espeso, cómo el estómago le dio un vuelco, cómo tuvo que aferrarse al borde de la mesa para no desplomarse. Ese nudo se había quedado con ella desde entonces, atascado en su pecho sin importar cuántas veces tragara o fingiera que podía respirar a través de él.
Dos días completos había pasado sentada en esa sala, encogida en la galería mientras el mundo giraba lentamente su mirada hacia Vi