Capítulo 5
Eliza

—¿Olvidaste tu promesa? —Pregunté, mirando a Alex como si fuera una decepción ambulante—. Dijiste que solo seríamos nosotros dos.

—Lo sé. —Respondió, sujetándome los brazos como si yo estuviera siendo irracional—. Pero intenta ser flexible, tu hijo quiere ir.

Claro.

Mi hijo quería ir.

El mismo hijo que me dijo que me fuera de mi propia casa.

Sin decir una palabra más, me di la vuelta, volví a mi habitación y cerré la puerta con fuerza. Mi cama apenas crujió cuando me hundí en ella y me quedé mirando al vacío.

—Debí haberlo sabido —murmuré para mí misma—. Era demasiado bueno para ser verdad.

Me agaché para desatar las trampas plateadas disfrazadas de zapatos, incluso me lastimé los dedos al tirar de las hebillas.

Por supuesto que Alex eligió esos zapatos, eran sus favoritos. También los míos… si hubiera perdido toda sensibilidad en los pies.

Entonces, entró de golpe en la habitación.

—¿Qué demonios te pasa? —Me espetó—. Sabes que el mundo no gira a tu alrededor, ¿verdad?

Me reí bruscamente. —¿Tú eres el mentiroso lleno de promesas rotas y yo soy el problema?

Apretó la mandíbula. —¿Sabes qué? Si no quieres ir, está bien. Iremos sin ti.

Se dio la vuelta y salió molesto.

Me quedé ahí, parpadeando hacia la puerta cerrada, con las lágrimas quemándome los ojos.

Entonces, escuché la voz de Renata desde la sala.

—Creo que Alex debería ir con ella. —Dijo con voz dulce, como si me quisiera hacer un favor.

Puse los ojos en blanco con tanta fuerza que casi se me quedaron hacia atrás.

Y justo así, Alex regresó.

—Vamos —dijo—. Solo nosotros dos.

Lo miré y él sonrió. No era la sonrisa de la que me enamoré hace años, esta se sentía… falsa, forzada.

Pero igual dije que sí porque estaba desesperada, porque quería creer.

Diez minutos después, lo seguía fuera.

—Tomaremos mi auto. —Anunció.

Bien.

Pero cuando intenté abrir la puerta del copiloto, estaba cerrada. Tuve que tocar como un repartidor educado, pero mi esposo ni se inmutó. Al tercer toque, el seguro hizo clic, muy generoso de su parte, en serio.

Me metí en el asiento, fingiendo que eso no era humillante.

Me gruñó el estómago.

No había comido ni almuerzo ni cena porque no quería sentirme hinchada o, peor, eructar frente a Alex. Dios me libre de que encontrara otra razón para llamarme asquerosa.

Veinte minutos después, caminábamos por la Colina de los Enamorados.

Observaba las parejas tomadas de la mano, sonriendo, besándose.

Me dolía, porque recordaba cómo me había agarrado la mano Alex la primera vez que fuimos; como si no quisiera soltarme jamás.

Por un instante, me permití creer… la atmósfera era dulce y los recuerdos suaves. Ni siquiera mis pies clamando dentro de esos zapatos podían arruinarlo.

Cuando llegamos a la cima y vi el tablero donde habíamos escrito nuestra historia de amor, lo señalé.

—Mira —dije, sonriendo—. Sigue siendo…

Su teléfono sonó y respondió al instante. —¿Renata? ¿Estás bien?

Quedé paralizada.

—¡Ya voy! —Gritó Alex.

Y antes de que pudiera decir nada, bajó corriendo la colina, como si fuera a salvar a su verdadero amor.

Pero no esa era yo.

—¡Alex! —Grité, sin embargo, no miró atrás.

Me moví para seguirlo, pero tropecé, dos tipos me sostuvieron antes de que mi cara tocara el suelo.

—Oye… ten cuidado dónde pisas. —Dijo uno.

—Gracias. —Murmuré y volví a mirar, pero Alex ya se había ido.

Entonces, empezó a llover.

Claro que sí.

Todos corrieron buscando refugio en el Restaurante de los Enamorados, donde solo dejaban entrar parejas. Podría estar muriéndome de neumonía, pero mientras no estuviera tomada de la mano de alguien, no calificaba para entrar.

Suspiré, me quité los zapatos y los sostuve en una mano.

Mis pies latían, sin embargo, no me importaba, ya estaba empapada. ¿Qué era un resfriado comparado con eso? Bajé por la colina con la lluvia mezclándose con las lágrimas en mi rostro.

No sabía qué quemaba más.

—¿Quieres compañía? —Preguntó una voz masculina.

Me di vuelta y vi a los dos hombres de antes. Tenían paraguas, pero no los usaban, y algo en la forma en que me miraban me revolvió el estómago.

No ayudaba que los demás se hubieran ido, probablemente a buscar refugio, por lo que solo estábamos los tres en el camino ahora tranquilo y solitario.

Di un paso atrás, luego di la vuelta y corrí.

Ellos también corrieron detrás de mí, y rápidamente me alcanzaron.

La lluvia estaba fría, no obstante, sus dedos lo estaban aún más cuando me agarraron. Forcejeé, pero eran demasiado fuertes, sentí un aliento cálido y agrio en mi cuello.

—¿A dónde crees que vas? —Susurró uno—. ¿No viniste a divertirte?

—Vamos a algún lugar privado. —Añadió el otro.

—Por favor —les supliqué—. Estoy casada y mi esposo está aquí, me está buscando.

—¿Ah, sí?

—Llámalo y si viene, te dejaremos ir.

El corazón me latía con fuerza mientras buscaba el teléfono en mi bolso.

Llamé a Alex, quién contestó después de un solo timbrazo.

—¿Qué quieres? —Me espetó.

—Por favor —lloriqueé—. Ven por mí, hay dos hombres...

—¿Por qué eres tan egoísta? —Me cortó—. Renata tiene frío y me necesita. ¿Qué es lo peor que podría pasarte? No es como si fueras hermosa o algo así.

Entonces, colgó. Miré el teléfono temblando.

Intenté llamar otra vez, pero la rechazó. Uno de los hombres me arrebató el teléfono de las manos.

—Ya basta, querida —rio con desdén—. Es hora de irnos.

Tiró con fuerza, pero yo le lancé un zapatazo y le di en la cara.

Maldijo.

Empujé al otro y corrí.

Descalza, empapada y asustada.

Corrí tan rápido como pude, pero no fue suficiente. Escuchaba sus voces y pasos tras de mí, sentí como si estuvieran cazando una presa.

Giré en una esquina y sin darme cuenta, mi cara chocó con un pecho duro.

Por un segundo, quedé aturdida por el impacto contra ese muro cálido e inmóvil de músculo, iba vestido con una lujosa tela negra y emitía un leve aroma a lluvia mezclado con algo pecaminosamente masculino.

Di un paso tambaleante hacia atrás, intentando recuperar la poca compostura que me quedaba, y traté de esquivarlo. Sin embargo, antes de dar otro paso, su mano salió disparada y me sujetó la muñeca con fuerza.

Sin brusquedad, ni dolor, solo… firmeza.

Alcé la vista y mi respiración se cortó al instante en que nuestros ojos se encontraron.

Era él.
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