4 ¿Y si es él quien no quiere verte?

Arriba en Recuperación, Audrey apenas despertaba, abrió los ojos pesadamente sintiendo la boca completamente seca.

— Agua…

— No hables o te llenarás de aire y va a dolerte mucho.

— Tengo sed…

— Déjame preguntar si puedo darte agua.

Loretta salió por un instante y Audrey se llevó las manos al pecho de manera instintiva sintiendo los gruesos vendajes que la envolvían.

Su amiga regresó con un poco de agua y una pajilla.

— Toma, bebe con cuidado, solo un poco, ¿Está bien?

— ¿Dónde está el Doctor? — La rubia apenas podía hablar, pero quería darle las gracias al hombre que le había brindado la posibilidad de tener esperanza.

— No lo he visto — Dijo sin levantar la mirada no quería preocuparla — Oye, ¡Es muy guapo!  — Comentó juguetona quitándole peso al asunto.

Audrey sonrió y luego se quejó.

— No me hagas reír, siento como si el alma se me va a salir por el pecho — Dijo ahogada.

— Está bien, no diré nada más… — Levantando las manos en señal de rendición.

— Es casado, Lore… tiene sortija y todo.

Loretta se mordió el labio y bajó la vista recordando el drama en la salita de espera cuando ese policía había informado al médico sobre el accidente de su esposa. Se preguntaba como estaría el pobre hombre ahora, ¿Habría sobrevivido? ¿Debería ella darse una pasadita por enfermería para preguntar lo sucedido?

En todo caso, le preocupaba que el cirujano no pudiera atender la recuperación de Audrey.

— Bueno, he…

Comenzó buscando la manera menos agresiva de contarle a su amiga sobre la tragedia, ella debería saber que probablemente alguien más trataría su caso porque era lógico pensar que el Doctor Connor no podría hacerlo después de lo sucedido, pero cuando abrió la boca para hablar se le atoraron las palabras a medio camino, tal vez no era el momento ni el lugar para revelarle algo así.

— Pues te buscaré otro tan guapo como él, aquí deben abundar, además, ya tienes nuevo corazón, y pronto estarás como nueva, y con el cambio de imagen que pienso darte, estarás de regreso en el ruedo muy pronto.

Desviando el tema espinoso antes de meter la pata.

Audrey apreciaba la compañía de Loretta y sus esfuerzos por mantenerla animada, si no hubiera sido por ella, no habría llegado hasta ahí, desde hacía tiempo que había pensado en regresar a casa y dejarse morir para no ser una carga para más nadie, pero su amiga se había propuesto firmemente a hacer que viera el vaso medio lleno, y no medio vacío.

Ahora tenía que concentrarse en graduarse y luego conseguir un buen empleo con el cual resolver los problemas económicos que había ocasionado su mala salud. Cerró los ojos con la esperanza de que ahora las puertas se le abrieran para poder cumplir con todo lo que quería, y empezaría por devolverle la medalla al Doctor Connor y agradecerle por todo su apoyo.

Cuatro meses después:

Se acercaba el fin del último semestre y Audrey tenía todavía trabajos pendientes por entregar, de modo que se apresuró en tener todo listo a tiempo.

Esa mañana había llegado con la mejor disposición de terminar su escolaridad con buen ánimo, entregó los últimos trabajos y de regreso a la biblioteca tuvo una sensación de estar siendo observada, miró hacia todas partes, pero no vio a nadie, Audrey llevaba un par de libros para entregar.

— Hola, Audrey — La chica sintió una punzada en el estómago e hizo un gesto de molestia ante la voz inconfundible.

— ¿Qué quieres, John?

— Estás… hermosa… bonito cambio, yo… quiero hablar contigo.

— No tenemos nada de qué hablar — Contestó dándole la espalda.

John la rodeó y se le plantó de frente.

— Pues yo pienso que tenemos cosas inconclusas —insistió con actitud orgullosa.

Ella lo atravesó con la mirada y comenzó a caminar con los libros en la mano.

— Ya tengo que irme — Dijo cortante.

— Déjame ayudarte — él hizo amago de tomar los pesados libros de la mano de la joven.

— No, gracias, hace tiempo que puedo valerme sola, pero claro, ¡Tú no lo sabes porque me traicionaste en el momento más importante y peligroso de mi vida!

Contestó furiosa, poniendo una mano sobre el amplio pecho de John y empujándolo hacia un lado.

— ¡Estúpido John Morris! — Ella bufó, dejándolo plantado en medio del pasillo.

¡El día por fin había llegado! Y Audrey estaba preciosa, con su cabello dorado que caía en ondas, un maquillaje ahumado elegante y ese vestido rojo cereza que realzaba su tono de piel y su figura.

— ¡Audrey Adkins! — Dijeron su nombre por el micrófono y la esbelta rubia se acercó a recibir su diploma como enfermera titulada.

Lo levantó dirigiendo la vista hacia sus padres entre el público y luego hacia Loretta que le hacía porras desde su asiento. Al salir, la familia se hizo una bonita sesión de fotos de recuerdo.

— Ahora voy a poder compensar todo lo que han hecho por mí — dijo con lágrimas en los ojos mientras abrazaba a sus padres.

— No tienes por qué sentirte obligada a nada, cariño, todo ha sido por amor a ti, no te sientas presionada — su padre habló con ternura.

— Lo se papá, pero haré lo que esté a mi alcance para que no pierdan la casa —prometió la rubia, llena de esperanza.

Era lo menos que podía hacer, se sentía responsable, y ahora que la Divina Providencia le daba una nueva oportunidad, no la desperdiciaría.

Se quedó mirando hacia fuera y algo llamó la atención de Audrey. Tenía esa sensación de ser observada de nuevo, solo esperaba que John no estuviera cerca, comenzaba a cansarle su impertinencia, y últimamente se había dedicado a acosarla.

La rubia caminó hasta las escaleras que daban a la calle para asegurarse de que la visita indeseable no estuviera cerca y fue cuando lo vio y su mano viajó instintivamente hacia la medalla de San Judas Tadeo.

— ¿Doctor Connor? — La pregunta fue más para sí misma, desde la distancia era improbable que la hubiera escuchado.

Sus pies se movieron automáticamente hacia el hombre de hombros anchos y estatura imponente que se recostaba en su lujoso vehículo con los brazos cruzados sobre su pecho.

La rubia tenía una urgente necesidad de agradecerle todo su apoyo y la forma tan amable como siempre se había comportado con ella.

Audrey avanzó hacia él, y entonces el hombre levantó la vista y sus miradas se cruzaron de forma intensa por fracciones de segundo, pero cuando Audrey levantó la mano para saludar, Connor Evans frunció el ceño y la fulminó con la mirada envenenada de forma tal que a la rubia se le heló la sangre deteniéndose en seco, y sin atreverse a continuar caminando hacia él, mientras él hacía un gesto de profundo dolor antes de darse la vuelta y subir a su deportivo.

Connor apretó los dientes y presionó el acelerador a fondo, dejando una marca visible tatuada en el pavimento.

— ¡Doctor, espere! — Ella gritó con la cabeza llena de dudas y las manos sudorosas.

La frase quedó colgada en el aire y Connor alcanzó a escucharla a medida que su auto arrancaba y el sonido del motor opacaba la voz de la chica causante de sus más profundos tormentos.

El cardiólogo golpeó con fuerza el volante con el borde de su mano, y maldijo un par de veces mientras la voz de Audrey Adkins se le metía en los sesos como un recordatorio de que nada es eterno en el mundo.

— ¡Carajo, tengo que dejar de hacer esto! — Se recriminó a sí mismo mientras negaba con la cabeza y pisaba el embrague para cambiar la velocidad a quinta, haciendo volar el auto sobre la carretera — ¡Tengo que sobreponerme o terminaré en consulta con el maldito psiquiatra!

Sus dedos tamborilearon sobre el volante mientras intentaba sobreponerse a la visión de la hermosa chica en ese vestido rojo cereza, el mismo color favorito de Rachel.

— ¡Maldición! ¡Maldición! — Bufó de nuevo, recordando lo mucho que a Rachel le gustaba ese tono de rojo, y lo bien que le quedaba.

Sintió como el interior de su pecho se desgarraba y las lágrimas nublaban sus ojos, el nudo en la garganta le dificultó respirar con libertad y por una fracción de segundo, Connor pensó seriamente en impactar el auto contra lo primero que encontrara, quizás así, encontraría un poco de la anhelada paz por la que su alma clamaba.

Fue entonces cuando la imagen de Oliver, su pequeño hijo de cuatro añitos, cruzó por su cabeza, haciendo que pisara el freno y el embrague al mismo tiempo para detener la marcha del vehículo.

— ¡Ah! — Dejó salir un grito de impotencia y rabia contenida a medida que las lágrimas se abrían paso sin permiso.

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