Los días siguientes transcurrieron con una calma que resultaba inquietante. Como si la mansión, que llevaba años habitada por sombras, de pronto hubiera empezado a despertar.
Mariam no pidió permiso. Simplemente lo hizo.
Cambió las cortinas, reemplazando los pesados visillos burdeos por unos más suaves, color crema. Quitó los floreros antiguos y los llenó con flores frescas del jardín. Cambió la vajilla, la mantelería, los adornos de las mesas. Dio órdenes al personal de limpiar a fondo los rincones olvidados. Nada demasiado ostentoso, pero lo suficiente para borrar los últimos rastros de Claudia.
El perfume de Mariam quedó impregnado en los pasillos, en las servilletas de lino, en las habitaciones. La mansión ya no olía a vino añejo, ni a desdicha.
Demian lo notó. Claro que lo hizo.
Al principio pensó que era solo una forma de imponer su presencia. Una estrategia. Pero no podía negar lo evidente: la casa se sentía distinta. Más viva. Más cálida. Más humana.
Incluso los jardines, desc