La casa estaba en silencio, salvo por el suave murmullo del viento que colaba su lamento entre las cortinas del salón. La noche había caído, y la tenue luz de una lámpara vieja lanzaba sombras largas en las paredes. Mariam estaba de pie junto a la ventana, abrazando sus propios brazos, como si tratara de protegerse del frío... o de él.
Demian cruzó el umbral sin hacer ruido, cerrando la puerta con cuidado. La vio de espaldas, tan quieta, tan lejana, y por un instante sintió que volvería a perderla. No quería darse por vencido. Ella necesitaba un hombre que la amara y que estuviera dispuesto a quedarse, estaba dispuesto a convertirse en el hombre que ella necesitaba.
—Mariam... —murmuró, su voz temblando.
Ella no respondió. No se volvió.
Demian tragó saliva y se acercó un paso, luego otro, hasta que el temblor en sus piernas lo obligó a detenerse.
—Te fallé. —Su voz quebró el aire como un cristal roto—. Te fallé de la peor manera... y no hay un solo día en que no me lo recuerde.
Mariam