—Señorita, puede sentarse aquí —indicó el oficial cuando entré en una sala con una ventana, a través de la cual se veía el otro lado, y también un teléfono colgado en la pared—. Espere un momento, el detenido llegará enseguida —explicó, y yo asentí.
Me acomodé en la silla y, mientras aguardaba, no dejaba de mover los dedos, sintiendo que estaba a punto de desmayarme sin siquiera haberlo visto cara a cara todavía.
Cuando miré hacia la ventana, vi abrirse la puerta del otro lado, y mi corazón empezó a golpearme salvajemente al reconocer a quien entraba.
No pude apartar mis ojos de él, hasta que se sentó de mala gana mientras hablaba con el oficial.
Cuando los dos se acomodaron frente a frente, separados por el vidrio, sus ojos azules permanecieron fijos en mí, con expresión de fastidio y aquella mirada fría que endurecía sus facciones.
Yo fui la primera en tomar el auricular, consciente de que el tiempo corría y apenas tenía cinco minutos para decir algo, y entonces él hizo lo mismo.
—¿