Joaquín
Corrí detrás de los paramédicos que la habían asistido. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que explotaría en cualquier momento.
—¡Camila! —grité con la voz rota, tratando de alcanzarla.
No podía verla bien.
Solo veía mechones de su cabello cayendo por los costados de la camilla, su brazo colgando sin moverse.
Había sangre.
Dios, tanta sangre.
Mis piernas apenas me sostenían, pero no me detuve. No podía.
Los paramédicos la llevaron a una sala de traumas. Intenté seguirlos, pero una enfermera me detuvo de golpe, colocando ambas manos en mi pecho.
—Señor, no puede pasar.
—¡Es mi esposa! —rugí, intentando apartarla, pero dos enfermeros más llegaron y me bloquearon el paso.
—El doctor Ríos ya está con ella, haremos todo lo posible —me dijo con calma—. Ahora necesitamos espacio para trabajar.
Mis puños se cerraron con tanta fuerza que las uñas me abrieron la piel.
—Por favor… —susurré, con la voz quebrada, sin reconocerme a mí mismo.
No me importaba si me veía débil, patético