Camila
Romina no paraba de caminar de un lado a otro de la habitación. Así como no podía dejar de mover sus manos, agitándolas mientras hablaba.
—¡Te juro, Cami, que solo quería probarlo! —decía con desesperación—. Solo un par de gotitas para ver si Felipe aguantaba el calorcito o si se iba directo a buscar a otra mujer. Pero... ¡creo que me pasé!
Yo estaba sentada en la cama, sosteniéndome el abdomen.
No podía más.
Las lágrimas de risa caían por mi rostro, y cada vez que intentaba decir algo, otro ataque de risa me interrumpía.
—¿Pusiste más gotas de lo que te dijo mi suegra? —logré decir entre carcajadas—. ¡Por Dios, Romi, eso es un cóctel letal!
—No me digas —murmuró llevándose las manos a la cara, avergonzada—. Todo estaba bien hasta que llegamos a tu casa. Estábamos... ya sabes, haciéndolo... o casi... cuando de repente ¡BANG! Un disparo... en su trasero.
Eso fue todo lo que necesité para que mi risa se convirtiera en una especie de alarido histérico.
Me incliné hacia adelante