El día tan esperado había llegado.
La sala de espera del hospital estaba repleta de emociones contenidas.
El padre de Nicolás, vestido con un traje gris claro, sostenía unos globos rosados con una enorme sonrisa de ilusión.
—Yo sé que es una niña —decía con confianza—, y va a ser igualita a su madre.
Cecilia caminaba de un lado al otro, inquieta, con las manos sudorosas. Miraba el reloj cada cinco segundos, suspiraba, volvía a mirar.
Michael, recostado contra la pared, parecía tranquilo. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera meditando, pero en realidad… estaba contando los segundos.
Nicolás estaba de pie, justo frente a la puerta.
No hablaba. No se movía. No parpadeaba.
Era una cesárea. Hellen no quiso saber detalles, solo deseaba que el bebé llegara bien, sano y salvo.
Y entonces… después de veinte eternos minutos...
Un sonido quebró el silencio.
El llanto de un bebé.
Los ojos de Nicolás se iluminaron.
Una enorme sonrisa asomó en sus labios, y por primera vez en mucho tiempo… si