Katerin hablaba con tono dolido frente a las otras secretarias, mientras sorbía de su café como si la escena del pasillo no le hubiera afectado. Sin embargo, sus ojos brillaban con furia contenida.
—Esa mujer me odia —se quejó con la voz ligeramente temblorosa—. Me avergonzó frente a todos… y fue solo un maldito accidente.
—Deberías tener más cuidado —le advirtió una de las secretarias con tono neutral, tratando de no involucrarse demasiado.
—Solo somos empleadas —replicó otra, encogiéndose de hombros—. No podemos competir con una esposa legítima. Y embarazada.
—Si lo hubiera hecho a propósito, acepto que me trate de esa manera… pero fue sin querer —insistió Katerin, cruzando los brazos con dramatismo.
Las mujeres continuaron conversando, algunas más solidarias que otras, otras solo escuchando por morbo.
Entonces apareció Michael.
Silencioso, imponente, con una ceja arqueada, se detuvo justo detrás de Katerin.
—Entonces, solo fue un accidente… ¿por segunda vez? —preguntó, con voz baja