Esa noche, Nicolás no pudo dormir.
Se revolvía en la cama, una y otra vez, con el corazón oprimido por la frialdad de las palabras de Hellen. Su voz resonaba como un eco sin fin:
“Este bebé es más mío que tuyo.”
Lo había perdido. Y no hablaba solo de ella, sino también de lo que representaban como familia. Pero algo dentro de él se negaba a rendirse.
Ya no era por el contrato, ni por el apellido Lancaster, ni por su padre. Era por ella. Por Hellen. Por el bebé que crecía en su vientre. Por las veces que no la protegió, por los silencios, por las humillaciones. Por todo lo que no fue capaz de decirle cuando aún podía hacerlo.
Así que esa mañana, mientras el sol se filtraba por los enormes ventanales de la mansión, Nicolás se levantó con un solo propósito: demostrarle que no era el mismo.
Bajó a desayunar, y como pocas veces, fue él quien se adelantó a la cocina. Preparó personalmente un desayuno para Hellen. No sabía mucho de cocina, pero recordaba que ella amaba el pan tostado con agu