El tiempo en un hospital no se mide en minutos, se mide en latidos. Y los míos habían estado a punto de detenerse durante las últimas seis horas. Estaba sentado en el suelo del pasillo de espera, con la espalda apoyada contra la pared fría y las piernas estiradas. Me había negado a irme a la sala VIP. Me había negado a que me trajeran comida. Me había negado incluso a limpiarme la sangre seca que tenía en las manos, como si esa suciedad fuera lo único que me conectaba con ella en ese momento.
El silencio del pasillo era sepulcral, solo roto por el zumbido eléctrico de las lámparas fluorescentes. De repente, el sonido de las puertas batientes del quirófano abriéndose rompió mi trance. Me levanté de un salto, mis músculos agarrotados protestando, pero mi mente ignorando el dolor.
El Doctor Castelli salió. Se veía exhausto. Tenía ojeras profundas marcadas bajo los ojos y caminaba con pesadez, quitándose la mascarilla quirúrgica con un gesto lento. Su bata azul estaba manchada de sudor en