La mañana me recibe con un sol fuerte.
Estoy profundamente dormida, flotando en sueños oscuros y confusos, restos de la noche anterior. Pero siento cómo esos sueños son iluminados por un poco de una luz caliente. Siento cómo esa luz me va despertando lentamente, un calor agradable en mi cara y mis párpados. Mi cuerpo va reaccionando, estirándose perezosamente.
De repente, pongo una mano al lado.
Vacío.
No hay nadie. La sábana está lisa y fría.
Muevo la mano, como si fuera a encontrarlo escondido, pero no siento nada. Frunzo el ceño, aún medio dormida. Me giro en dirección a la mano.
Abro lentamente los ojos. El lado de Damián de la cama está vacío, la almohada perfectamente en su sitio, sin la huella de una cabeza.
Eso hace que me despierte de golpe.
Me incorporo sobre mi codo, mi corazón dando un vuelco doloroso. Miro toda la habitación. Está vacía.
—¿Damián?
El baño está vacío, con las luces apagadas y la puerta abierta.
Un mal presentimiento se instala en mi estómago. ¿Se fue? ¿Des