El taxi redujo la velocidad, abandonando el camino de asfalto para adentrarse en un largo sendero privado de gravilla blanca. El sonido de las piedras crujiendo bajo las llantas fue un estallido en el silencio del campo. El coche se detuvo frente a una gran casa de estilo colonial, con paredes blancas y un techo de tejas rojas que brillaba bajo el sol de la tarde.
Salí del auto casi por inercia. Mis pies tocaron la grava y me quedé inmóvil.
El aire olía diferente aquí. Era dulce. Olía a viñero, a tierra húmeda, al heno de los establos que se encontraban más abajo en la colina y a la madera vieja y cálida del porche.
Mientras Damián le pagaba al señor, escuché sus voces en la distancia. El taxista se despidió con energía, y Damián le deseó buen viaje. El motor del auto azul se encendió, dio la vuelta en el amplio círculo de la entrada y se alejó, su sonido desvaneciéndose hasta que solo quedó el canto de las cigarras y el susurro del viento entre los altos pinos que rodeaban la propied