El sol de la tarde entra por el parabrisas, calentando mi piel. La música es alta, una canción pop que me encanta, y la estoy cantando a todo pulmón mientras mis dedos tamborilean contra el volante. Me siento... feliz. Ligera.
El semáforo frente a mí se pone rojo. Me detengo. Aprovecho para mirarme en el espejo retrovisor, retocando un mechón de cabello. Verde. Piso el acelerador. El coche avanza hacia la intersección.
Un ruido. Un chirrido ensordecedor.
Giro la cabeza.
Es una pared de metal negro. Una camioneta, enorme, que se dirige directamente hacia mí a una velocidad imposible. El tiempo se congela. Mi pie se queda pegado al acelerador. Mi garganta se cierra. No puedo reaccionar. No puedo gritar. Solo puedo ver cómo el parachoques se acerca, cómo la parrilla del radiador lo llena todo...
Siento el impacto. Un estallido de metal retorciéndose. El sonido del vidrio haciéndose añicos. Dolor...
—¡Ah!
Me desperté de golpe, ahogando un grito. Mi corazón latía de forma descontrolada, un