50. Su propia vanidad lo ciega.
—¿Dónde demonios estás? —La voz de Hades retumba en la mente de Mara como un rugido infernal, cargado de irritación, como si quisiera partirle el cráneo en mil pedazos.
Mara se detiene en seco. Sus sentidos se colocan en alerta.
«¿Me descubrió?», se pregunta. Pero no, eso es imposible. «He sido demasiado cuidadosa», concluye.
Su proyección en el inframundo, utilizando el alma de una huésped, es magistral. Burlar al dios del engaño durante tantos años es una hazaña única. En la superficie utiliza cuerpos ajenos. Nadie podría sospechar.
«Algo más está sucediendo», analiza, mientras su mente trabaja a toda velocidad.
De mala gana, debe abandonar a su yerno. Quería examinar la mordida, asegurarse de que no estuviera contaminada, pero no puede darse el lujo de dejar sola el alma que la reemplaza.
Antes de partir, se asegura de que el Alfa, Júpiter y el cuñado estén a salvo. Con solo tronar los dedos, los teletransporta al castillo. No hay tiempo que perder; debe responder al llamado