VINCENZO

Claudia gritó. Su cara se contrajo de dolor mientras un sudor helado le empapaba la frente. Pensó que era el fin, pero el Ferrari dio marcha atrás y volvió a pasarle por encima de las piernas.

La sensación de sus huesos haciéndose añicos le recorrió cada fibra del cuerpo, y hasta respirar le dolía. Claudia ya no podía ni gritar. Instintivamente quiso acurrucarse, pero la cinta adhesiva la sujetaba con tanta fuerza al suelo que le era imposible moverse.

El motor del Ferrari volvió a rugir. Antes siquiera de sentir el impacto, el terror la hizo perder el conocimiento. Dos segundos después, el dolor aplastante la trajo de vuelta a la conciencia.

El ciclo de tortura se repitió una y otra vez: perdía la conciencia y despertaba con el dolor. Al final, se quedó sin voz. Ya no sentía nada cuando el auto le pasaba por encima, solo un entumecimiento mientras veía cómo la carne de sus rodillas para abajo se convertía en puré de sangre y carne.

No supo cuánto tiempo pasó. El tormento por