El murmullo del equipo se desvanece detrás de Isabella mientras regresa a su nuevo escritorio, sintiendo el peso de una mirada clavada en su espalda, la mirada de Alexander.
Cuando la reunión de acabó, ella salió a toda prisa de ahí. "Eres una cobarde Isabella, eso es lo que eres." —se repitió a sí misma una y otra vez. Quería hablarle, quería hacerlo desde que le dijeron que era aceptada en la empresa e investigando se encontró con la foto de él, Alexander Blackwood, el CEO del lugar donde comenzaría a trabajar; pero de pronto, Isabella no encontraba las palabras. Se encerró en su pequeño cubículo y respiró hondo. Acababa de saludar —frente a todos— al padre de sus hijos. El hombre con quien había compartido una noche que cambió su vida para siempre… y que no tenía idea de que había dejado algo atrás. Algo no. Tres algo. De pronto, un correo emergió en la pantalla de su computador. De: Alexander Blackwood Asunto: Oficina. Ahora. Su corazón se comprimió de inmediato. No solo le había escrito, sino que lo había hecho de una manera extremadamente seria. Ella dudó un segundo, pero se obligó a levantarse y salir caminando. Al final, parecía que sí hablaría con él, más le valdría encontrar las malditas palabras. Al entrar a la oficina, la puerta de vidrio se cerró detrás de ella con un suave clic. Alexander estaba de pie frente a los ventanales. No se giró de inmediato. —¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó en voz baja sin mirarla, justo como ella había hecho esa misma mañana. —Cinco años —respondió Isabella. Alexander se dio la vuelta. Su rostro era una mezcla perfecta de contención y torbellino. En sus ojos verdes brillaba algo difícil de nombrar. Sentía como que al fin podía descansar después de mucho tiempo de búsqueda. —¿Estás con alguien? —la pregunta fue directa y firme algo que hizo que el cerro de ella se frunciera extrañado. A pesar de ello, Isabella lo miró con firmeza. —No. Alexander asintió lentamente. Luego cruzó el escritorio, despacio, con una intensidad casi animal en su mirada. Caminaba como un depredador que acababa de encontrar a su presa perdida. De pronto, ella se vio transportada a esa noche cuando él caminó en su dirección por primera vez. —No he podido sacarte de mi cabeza —murmuró, deteniéndose justo frente a ella, las palabras salieron de él como una ráfaga de viento—. Cinco años, Isabella. Cinco años y no ha habido una sola noche en la que no me preguntara qué fue real y qué inventé. Isabella contuvo la respiración y se puso tensa. En todos los escenarios que había imaginado, esas palabras nunca salían de la boca de Alexander. La sinceridad del hombre que tenía delante de ella la tomó completamente por sorpresa. No era arrogante, no era altanero como había imaginado que sería como CEO. Era el mismo chico que había conocido aquella noche cinco años atrás. Alexander se sentía molesto. Ahora sabía por qué la chica del elevador le parecía tan familiar esa misma mañana. Ella lo había visto, estaban solos en ese ascensor y no le había dicho ni una sola palabra, ni un "hola", ni un pequeño saludo. Los sentimientos se enredaban en su interior ¿Acaso ella no había sentido lo mismo que él? ¿Acaso no se había pasado todos esos cinco años obsesionada con encontrarlo como se los había pasado él? ¿Acaso había perdido su tiempo pensando que lo que había tenido con ella hacia sido especial y ella no sentía lo mismo? Las dudas comenzaron a azotarlo y a jugar en su contra. Cada vez más y más se acumulaban en su cabeza. La única manera que tenía de sacarlas de ahí para que lo dejaran en paz era preguntando, así que lo hizo decido. —¿Y tú? —preguntó, su voz aún más baja, su voz apenas un susurro ronco, sus ojos esmeraldas fijos en los de ella—. ¿Nunca pensaste en mí? Ella asintió levemente, incapaz de hablar todavía. Comenzó el suelo de miradas. Al parecer, ninguno de los dos podía quitarse los ojos de encima. El estallido empezó a formarse una vez más. Ese tirón que ambos sentían estaba ahí de nuevo, jalando el uno hacia el otro, como si un imán los atrajera, como si la gravedad estuviera dentro del cuerpo de ellos. La tensión se incrementó. Era tan fuerte que casi podían palparla, cortarla con un cuchillo. Se sentía bien, se sentía como si fuera lo adecuado. Dos almas predestinadas se habían reencontrado después de cinco años, habían encontrado a su igual y estaban rebosantes de alegría. El juego de miradas se rompió, pero solo para que los ojos de él se encajaran en los labios de ella. Sin dejar de mirarlos, mojó los suyos con su lengua, lo que provocó que ella mordiera su labio inferior. Y el caos se desató y tomó el control, sin permiso, sin explicación y sin pensarlo dos veces, se besaron.Dos labios colisionando en un beso que tenía sabor a tranquilidad, a calma después de tanto tiempo, a deseo. No fue un beso torpe o rápido, sino uno cargado de tormento contenido, de años de preguntas sin respuesta, de anhelos que jamás se apagaron y que por fin estaban encontrando descanso. Las manos de Alexander se posaron con firmeza en su cintura, atrayéndola hacia sí con una necesidad notable. Ella le sabía a gloria. Tocarla y tenerla ahí entre sus manos de nuevo era la respuesta a todas sus plegarias, al final habían sido respondidas.Su cabello olía a lavanda, su cuello a flores con un toque cítrico. Ella era su pecado personal, creado específicamente para él y nadie más. Era su cielo, y también su infierno. Para Isabella, él era el mar, el vasto océano en el que estaba dispuesta a ahogarse, en el que estaba dispuesta a vivir sin que se lo pidieran, a pesar de los peligros que eso trajera consigo. Enreda los dedos en su camisa y se aferra a ella como si fuera su salvación
El corazón de Isabella se partió un poco más. Dio un paso atrás, alejándose de él y cruzó sus brazos sobre el pecho como si quisiera protegerse de lo que acababa de pasar y consolarse a la vez. La puerta se abrió y Camille, la prometida de Alexander entró como si el mundo le perteneciera. Alta, elegante, perfectamente maquillada, su cabellera de un rico perfecto oxigenado y un porte digno de la prometida del CEO más codiciado del país. Cruzó la habitación con paso firme, se acercó a él y lo besó con seguridad en los labios, aplastando el que Isabella le había dado, pisoteado su sabor y aroma para invadir a Alexander con el suyo. Isabella y Camille eran todo lo contrario. Ambas eran hermosas, pero diferentes. El sol y la luna. Mientras Camille era más producida, Isabella era más natural y salvaje. —¿Interrumpo algo? —ignorando la tensión en el aire, suelta la pregunta mientras mira a ambos con una sonrisa ensayada en la boca. —¿Quién es ella? —pregunta, señalando a Isabella con u
El restaurante estaba casi vacío a esa hora de la noche. Elegante, discreto. Camille lo había elegido por eso, porque nadie los vería, nadie escucharía. Porque sus secretos necesitaban silencio. Henry llegó con su habitual andar relajado, impecablemente vestido, con ese aire de arrogancia heredada que lo seguía como un perfume caro. Se sentó frente a ella sin saludarla, solo alzó una ceja con desdén. —¿Tan urgente era? Camille bebió un sorbo de vino antes de responder. Sus dedos tamborileaban contra la copa. —Está aquí. —le soltó ella sin más. Henry no fingió no entender. —¿La del pasado? —Isabella —confirmó, con un dejo de veneno en la voz—. Es la nueva empleada en la entrega y la que besó a tu hermano esta mañana en su oficina justo antes de que yo llegara.Camille estaba haciendo un esfuerzo sobrenatural por hablar con una entonación normal. Lo que menos deseaba es que Henry se diera cuenta de lo mucho que eso la había afectado, pero sí lo había hecho. Para ella no había si
El sonido de risas infantiles llenaba el apartamento, rebotando entre las paredes como una canción que solo el amor podía componer. Isabella, aún en ropa de oficina, estaba arrodillada sobre la alfombra de la sala, rodeada por tres pequeños tornados de energía: sus hijos. Cinco años. Cinco años desde aquel día en el hotel. Cinco años criándolos sola. Cinco años con el corazón dividido entre el amor por ellos… y el vacío que Alexander había dejado sin saberlo. Cinco años pensando en que sus hijos crecerían sin su padre al lado porque ella se empeñó en no saber nada del hombre con el que había tenido su única noche de locura. Mientras más lo pensaba, menos podía entender lo curioso que fue el destino, o la vida, o el universo, o quien fuera con ella. Nunca se había permitido disfrutar, alocarse, o lo que fuera y, el único día que lo había hecho, la había marcado para siempre. Cuando su amiga la convenció para salir esa noche, le había prometido que sería inolvidable.
Camille cruza los pasillos de la empresa con la seguridad de quien cree tener el control, como siempre hace. Su sonrisa es impecable, pero por dentro hierve. La revelación de Henry sobre los trillizos la ha dejado intranquila. Tres hijos. Tres. Y Alexander no sabía nada. De entre todas las cosas que pensó que podía descubrir de esa chica, nunca pensó que la palabra "trillizos" fuera lo que le causara la sorpresa. Estaba segura de que se prometido no tenía ni idea de ello porque nunca se lo había mencionado. Alexander nunca escondería el hecho de que es padre, debajo de toda esa falsa personalidad que ha creado para la prensa de chico malo, ella sabe que en verdad no lo es, así menos no tanto como da a entender. Su consciencia nunca lo hubiera dejado tranquilo si supiese que tiene un hijo, mucho menos tres. Él nunca los hubiese dejado a su suerte. —No por mucho tiempo, me encargaré de que Alexander sepa esto—murmura mientras envia un mensaje desde su teléfono. Isabe
Camille camina por los pasillos de la empresa como si le pertenecieran. Había pasado años de su vida perfeccionando esa seguridad que emanaba de ella. En el mundo tan ambicioso en el que se movía, no podía permitirse andar con inseguridad, o se la tragarían los peces más gordos.Lleva un vestido de seda entallado, los tacones resuenan con autoridad y su teléfono vibra en su mano con la confirmación que esperaba. Alexander había recibido el correo. Sonríe sintiendo que ha cumplido su objetivo. Está un paso más cerca de aplastar a Isabella.No se detiene hasta llegar al área ejecutiva, donde encuentra a Henry recostado contra la pared, con una carpeta en la mano y el mismo aire despreocupado de siempre.—¿Disfrutando de la tormenta? —pregunta él con una ceja alzada, divertido.Camille se acerca sin disimulo, con esa mirada suya que podía derretir el hielo.—Le envié la foto. Ya la vio —dijo, con una chispa de orgullo en la voz.Henry la observa con atención. Su mirada baja lentamente po
Alexander mira fijamente la pantalla de su computador. El correo aún abierto. La imagen lo devora por dentro.Isabella. Con los niños. Tres.Los observa detenidamente. No hay duda. Sus ojos, su nariz, incluso esa pequeña arruga en el entrecejo cuando uno de los niños se ríe. Son sus hijos.Tres. Trillizos. Cinco años.Su mundo se detiene por unos segundos. Luego, el temblor llega sin aviso. La furia, la traición, la incredulidad. Se levanta de su silla con brusquedad, empuja el respaldo y recorre su oficina como un animal atrapado.—¿Por qué no me lo dijo…? —murmura. Pero la pregunta no tiene respuesta.Ni una palabra. Ni una carta. Ni siquiera una pista. Durante cinco años, Isabella ocultó a sus hijos. Sus hijos.No es capaz de comprender cómo Isabella le pudo esconder una noticia como esa durante cinco años.Lo había privado de la oportunidad de ser padre, no de uno, sino de tres pequeñuelos. Ahora no puede evitar preguntarse cómo son esos niños, qué les gusta, qué manías tienen.No
Isabella no duerme esa noche. La noticia aún retumba en su cabeza, golpeando como un eco sordo que no quiere desvanecerse: Alexander sabe que es padre. No entiende cómo pasó. Había sido tan cuidadosa, tan meticulosa. Nunca publicó fotos, solo en su perfil que es privado y sus únicos seguidores son su familia y amigos, nunca dio pistas. Ni una sola huella de su antigua vida había llegado a rozar el mundo de Alexander. Hasta ahora. Siente un nudo en el estómago mientras da vueltas en la cama. La imagen de él frente a ella esa tarde, con los ojos encendidos de furia contenida y algo más —dolor, quizá— no se le borra de la mente. Había sido brutal. No con gritos ni amenazas directas, sino con ese tono frío y autoritario con el que exigió respuestas. “Quiero verlos este fin de semana.” Isabella se había quedado en silencio. Lo pensó. Lo sopesó. Pero simplemente no podía. Preparar a los niños, ayudarlos a entender algo tan grande… no en tan poco tiempo. Había cometido vario