El huésped en mi vientre

Emily

Hay cosas que uno no puede prever. Algunas llegan como un susurro. Otras, como una tormenta que atraviesa el alma con la furia de lo incontrolable.

Ese día, yo solo esperaba un eco. Una figura diminuta. Un corazón latiendo dentro del mío. No tres. No esa multiplicación aterradora de lo que ya era difícil de aceptar.

El hospital olía a desinfectante y soledad. Había demasiadas luces frías, pasillos vacíos y sillas de plástico que crujían con cada movimiento. Christopher estaba a mi lado, con esa rigidez que se le pegaba a la piel como una segunda sombra. No me hablaba. Pero tampoco me dejaba sola.

Llevábamos más de una hora esperando. Yo con las manos frías, sudorosas. Él con los brazos cruzados, observando fijamente una grieta en la pared, como si allí encontrara respuestas que ni el universo tenía.

—Emily Harper —dijo finalmente una enfermera desde la puerta—. Puedes pasar.

Me levanté con dificultad. El embarazo ya se notaba, pero no lo suficiente como para justificar el abismo que sentía dentro de mí. Christopher hizo ademán de levantarse también, pero me detuve con una mirada.

—Estoy bien —murmuré.

No lo estaba. Pero necesitaba mentirme al menos durante unos minutos.

La sala de ecografía era pequeña. El médico —un hombre mayor, de voz neutra y rostro inexpresivo— me saludó con una cortesía automática. Me recosté en la camilla. Cerré los ojos. Sentí el gel frío deslizarse sobre mi abdomen.

El monitor comenzó a emitir ese sonido hueco y palpitante que tantas veces había escuchado en películas. Pero lo que vi en la pantalla no se parecía en nada a lo que imaginé.

Tres bolsas. Tres pequeñas sombras. Tres latidos distintos.

Mi respiración se detuvo. Literalmente.

—¿Eso es…? —balbuceé.

El médico asintió, sin apartar los ojos del monitor.

—Trillizos.

Esa palabra fue una grieta en mi pecho. Como si alguien hubiera abierto mi esternón con una sierra invisible.

—¿Está segura?

—Totalmente. Tres embriones. Mismo desarrollo. Latidos estables.

Lo dijo como quien entrega un informe meteorológico. Sin piedad. Sin consuelo. Yo me quedé paralizada. Miraba la pantalla, pero era como mirar a través de una ventana a una vida que no era la mía.

—¿Eso es… común?

—No. Pero ocurre.

Me senté lentamente. Mis piernas temblaban. El médico borró el gel, me ayudó a incorporarme. Luego, como si su trabajo fuera dar golpes sin suavizarlos, continuó:

—Tendremos que vigilar de cerca. Es un embarazo de alto riesgo. Por su edad, su complexión y su estado emocional actual. Tendrá que venir cada dos semanas. Reposo relativo, alimentación estricta, y mucho cuidado con los picos de estrés.

Me sentí como una bomba a punto de estallar.

Salí de la sala sin hablar. Christopher estaba de pie, con el rostro más pálido de lo habitual. Al verme, bajó la mirada hacia mi vientre, como si algo invisible hubiera cambiado en mí. Tal vez había cambiado.

No supe cómo decirlo.

—Son tres —susurré.

Él parpadeó. No reaccionó de inmediato. Luego se acercó, como si necesitara confirmar que había oído bien.

—¿Tres?

Asentí.

—Trillizos.

El silencio entre nosotros fue más denso que el aire. Caminamos hacia el coche como si lleváramos piedras en los bolsillos. Ninguno de los dos dijo palabra hasta que estuvimos dentro, con las puertas cerradas, y el mundo amortiguado por el cristal.

—¿Es seguro? —preguntó, finalmente.

—No.

Mi voz era hueca. Ni siquiera intenté adornarla.

—¿Qué significa eso?

—Que pueden venir antes de tiempo. Que yo puedo complicarme. Que todo puede salir mal.

Él golpeó suavemente el volante con la palma abierta. No con violencia, sino con ese gesto frustrado de quien necesita hacer algo, pero no sabe qué. Luego giró hacia mí, por primera vez con una expresión humana en el rostro.

—Emily… no estás sola en esto.

Lo miré.

—¿Ah, no?

—No. Estoy aquí.

—Tú no estás aquí —dije, con una sonrisa amarga—. Estás en la habitación de al lado. En las decisiones que otros toman por nosotros. En la sombra de Daniel. Pero no estás… aquí.

Christopher desvió la mirada. Su mandíbula se tensó. Quiso responder, pero no lo hizo.

—Lo siento —musitó.

—No quiero que lo sientas. Quiero que no haya pasado.

Me arrepentí de inmediato. Porque su expresión cambió. Porque en sus ojos vi la herida de siempre. La de ser el hermano que quedó.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —pregunté, más suave.

—Lo que haya que hacer.

—¿Y eso qué significa?

Me sostuvo la mirada.

—Significa que no me iré. Que voy a cuidarlos. A los tres. Y a ti, si me dejas.

No supe qué decir.

Quería gritarle que no me alcanzaba. Que no bastaba con presencia, con buena voluntad. Que no quería que me cuidaran, sino que alguien me prometiera que iba a sobrevivir a todo esto. Que no iba a perderme. Que no iba a desaparecer debajo de todo ese peso.

Pero no lo dije.

Solo asentí.

La carretera de vuelta fue una línea recta de pensamientos revueltos. Sentí cada metro como una despedida. ¿De qué? No lo sabía. Tal vez de la vida que pensé que tendría. Tal vez de la Emily que existía antes del test de embarazo. Antes del disparo. Antes del ataúd.

Al llegar a la casa, subí directamente a mi habitación. Me quité los zapatos. Me tumbé sobre la cama sin quitarme la ropa. El techo giraba lentamente sobre mí.

Mi vientre, aún sin forma, era una promesa temblorosa. Una amenaza. Un milagro perverso.

Trillizos.

No tenía fuerzas ni para llorar.

A la mañana siguiente, encontré una bandeja sobre la mesa: zumo natural, pan tostado, un pequeño cuaderno con una hoja escrita a mano.

Empezaré a leer sobre embarazos múltiples. Si necesitas que alguien te escuche, estoy en la habitación de al lado. No lo digo por cortesía. Lo digo en serio.

—C.

No lloré.

Pero sentí cómo algo en mí se rompía, no por el dolor, sino por la ternura inesperada.

Eran tres.

Tres vidas.

Tres razones para no poder derrumbarme… aunque lo necesitaba.

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