Los rayos del sol atravesaron los parpados de Javier, despertándolo. Gimió, levantado la mano para bloquear la luz. Un dolor punzante martillaba constantemente sus sienes.
¿Cuántas copas se había tomado la noche anterior? ¿Tres? ¿Cinco? ... Lo cierto era que no lo recordaba, pero era evidente que había tomado más de la cuenta.
Lo que sí recordaba, era a Luciana con ese vestido de color rojo sin espalda, que dejaba muy poco a la imaginación recorriendo el salón como si fuera una diosa, atrayendo las miradas masculinas por donde pasaba.
— ¿Sabés que me dijo Manuel Iraola? —le había susurrado al oído apenas se acercó a él, rozándole la piel con su aliento cálido y embriagador con aroma a champán—. Me dijo que soy hermosa —sonrió mirándolo desafiante— Oh, también me invitó a su mansión en Positano y a recorrer la costa en su yate. ¿Qué opinas Javier?
Se dio la vuelta en la cama. Las sábanas suaves y blancas estaban impregnadas con el tenue aroma floral... el aroma de Samantha.
Abrió muy grandes sus ojos, incorporándose bruscamente, sintiendo una oleada de mareos y nauseas.
De repente, fragmentos de imágenes comenzaron a asaltar su mente; la habitación en penumbras, la mirada sobresaltada de su esposa, las palabras de ella pidiéndole que se detuviera, pero aun así sus manos incontrolables seguían acariciándola.
—¡Maldita sea! —dijo en voz baja, pasándose los dedos por el pelo, recordando: él besando a Samantha con pasión, arrancándole la ropa con ferocidad...
¿Habría pasado eso exactamente o solo había sido un sueño?
¿Él y Samy? —No... no puede ser—musitó, dando pasos torpes y ligeros hacia el baño—. No pude haber hecho eso.
Entró al baño a los tropiezos, tocándose la cabeza, tratando de pensar con coherencia. De inmediato se metió debajo de la ducha, pero el agua fría que caía sobre su cara no podía borrar los perturbadores recuerdos.
Necesitaba ver a Samantha cuanto antes y hablar con ella, explicarle, decirle algo. Sentía una gran urgencia por hacerlo.
Pero... ¿Qué podría o debía decirle? ¿Qué estaba arrepentido?
Bajó la escalera mientras se acomodaba la corbata. Sus ojos oscuros buscaron por todos lados a su esposa con creciente ansiedad.
—¡Martha! ¡Martha! —gritó llamando a la empleada con su voz más grave de lo habitual.
La mucama llegó rápidamente, alarmada por los gritos.
—Dígame señor Javier...
— ¿La señora está en el jardín? —preguntó impaciente.
La mujer se encogió de hombros.
—No la he visto. Normalmente siempre la encuentro en la cocina preparándole el desayuno, pero hoy no había nadie. Ni siquiera la cafetera estaba encendida.
Javier frunció el ceño y su mirada se endureció.
—Bueno... Pero ¿dónde se metió esta mujer? ¿Cómo va a salir sin avisar?
De pronto, la sirvienta sonrió con complicidad.
—¡Oh, ya sé dónde puede estar! Ayer me dijo que hoy cumplían un año de casados y que iría a comprarle algo que a usted le gusta comer de su pastelería favorita para celebrarlo.
Javier cerró los ojos e hizo una mueca amarga. Lo había olvidado... ¡Era su maldito aniversario y lo había olvidado!
— Pero... ¿no dejó alguna nota o algo? —cerró su puño, inconscientemente.
La sirvienta lo miró confundida—No señor, ya le dije que no la vi, ni dejó nada dicho... pero tal vez salió a comprar...
Él levantó la mano, para hacerla callar.
— Sí... sí... por favor traeme un analgésico. Voy a la habitación a buscar mi maletín, creo que lo dejé ahí... —dijo, subiendo las escaleras, con rapidez.
Necesitaba comprobar que su peor sospecha no fuera cierta. Que todo era producto de su borrachera.
Se dirigió al probador, miró hacia todos lados, pero no parecía haber algo fuera de lugar. Entonces se dirigió hasta la cama matrimonial y se detuvo en seco: el camisón de seda de Samantha yacía arrugado y hecho una bola en el suelo. Se agachó y lo levantó; tenía los tirantes rotos.
Sintió que un nudo le estrangulaba el estómago.
— Señor, su analgésico —le dijo la sirvienta desde atrás.
— Déjalo ahí y retírate —le ordenó, apretando la prenda contra él, escondiéndola—. Tengo una reunión a las diez, decile al chofer que esté listo, en unos minutos bajo.
Apenas la empleada se fue, guardó el camisón en el cajón de su mesa de noche y llamó de inmediato a su asistente personal.
— Braulio necesito que encargues un collar de diamantes Cartier, sí, el de la última colección... que lo envíen al departamento de la señorita Luciana —hizo una pausa—. Usá mi cuenta personal —suspiró profundo—Ah y envía a mi casa un ramo de flores para mi esposa... sí, que la tarjeta diga: “Feliz aniversario”
El asistente frunció el ceño mientras anotaba— ¿alguna flor en especial?
Javier parpadeó ligeramente tratando de recordar que le gustaba a Samantha, pero estaba demasiado aturdido como para acordarse.
— Eh, no lo sé... —se frotó la frente con los dedos—. A ella le gustan todas las flores. Lo que te recomienden en la florería, estará bien. Solo asegurate que lleguen.
Después de colgar, se miró al espejo de cuerpo entero. Tenía un ligero rasguño en el cuello. No sabía si se lo había hecho Samantha o Luciana ya que después de la fiesta, esta última lo había arrinconado, tironeándole de su corbata.
— Estoy harta de esta situación. Yo no seré tu amante secreta —le susurró casi pegando sus labios sobre los de él—. O te divorcias de mi prima y te casás conmigo o me voy con otro.
— Sabés que no puedo hacer eso —se excusó, apartándola un poco—. Tu abuelo y mi papá hicieron un trato. Y en ese trato, mi matrimonio con Samy es lo que asegura el éxito del negocio. La fusión de las empresas está en una fase crítica. Si yo pidiera el divorcio desencadenaría una reacción negativa en los inversores.
Ella hizo una mueca de desprecio — Samantha... ¡siempre ella! Mi abuelo la eligió, sabiendo que me amabas a mí... —apretó los labios, conteniéndose. Luego, sonrió aflojándole la corbata—. Como gustes... vos decidís. Tal vez deba aceptar la invitación de Manuel e irme. ¿No crees Javi?
Él apretó los puños. Luciana era como una gata indomable, siempre había sido así. Era justo esa impredecibilidad lo que tanto le atraía. ¡Era tan distinta a Samantha!
Sam era dócil y amable. Seguramente era por eso por lo que el abuelo de ella, Sebastián, la había elegido para que fuera su esposa. Eso y que era su nieta preferida, a la que había criado como a una hija.
El joven bajó las escaleras y al pasar por el comedor vio que la empleada estaba levantando los platos de la noche anterior que aún estaban acomodados en la mesa.
Hizo una mueca sintiendo una punzada de culpa. Se imaginó a Samantha cocinándole la cena que a él tanto le gustaba y esperándolo.
Y es que ella, era así. Siempre había estado para él, desde niños era Samantha quien lo sostenía, escuchaba y acompañaba.
La recordó con su vestido blanco, sonriéndole y mirándolo con complicidad con sus ojos tan azules y brillantes como el cielo.
¿Cuántas expectativas habrían detrás de esa mirada? Nunca se lo había preguntado, hasta hoy.
— Señor, el chofer lo espera —dijo la empleada interrumpiendo sus pensamientos.
Antes de irse miró hacia la mesa que estaba contra el ventanal, arrugó la frente al observar un detalle que no pasó inadvertido. Un jarrón con magnolias blancas reposaba en él. Esas eran las flores favoritas de Samy... desde que habían viajado a Japón, ella se había enamorado del aroma de esas delicadas flores.
Extendió la mano para tocar los suaves pétalos, y una inexplicable sensación de culpa lo invadió de repente.
¿Cómo pudo haberlo olvidado?