La oscuridad no fue el final.
Desperté en una fría habitación de hospital, atada a máquinas que pitaban como aves de mal agüero. El dolor era una entidad viva que habitaba cada célula de mi cuerpo.
Las costillas fracturadas, la contusión pulmonar, las magulladuras profundas... todo recordatorio de las patadas de Lincoln, del desprecio que selló el fin de nuestro mundo.
Los médicos hablaban en términos clínicos, pero sus miradas decían más: "¿Quién haría esto a una mujer?".
Las semanas se arrastraron en un limbo de dolor físico y una agonía mental aún más profunda.
Lincoln. Su nombre era un mantra de dolor. ¿Por qué? ¿Por qué negarme? ¿Por qué la violencia?
Tan pronto como pude sostenerme, intenté encontrarlo.
Lo llamé mil veces , incluso me atreví a acercarme a las imponentes puertas de la mansión Ferraro.
La respuesta fue siempre la misma: guardaespaldas implacables, miradas de desdén, la orden fría de "Alejarse o habrá consecuencias".
Era como si Lincoln Ferraro hubiera nacido de nuevo, borrando por completo a Lincoln, el huérfano que amé, y con él, cualquier rastro de mí.
Me quedé sin dinero, el millón se fue en la cirugía y cuidados iniciales de Lincol , sin hogar ya que me habían desalojado por no poder pagar.
Sin fuerzas, y con un corazón que, aunque latía, sentía cada vez más pesado, cada vez más... roto, no solo por el amor traicionado, sino por los golpes que habían encontrado un punto débil.
Fue en ese abismo, cuando dormía en un banco del parque, temblando de frío y desesperación, que apareció él. Eusebio.
La figura imperturbable de Credence se materializó a su lado en una limusina negra. La ventana se bajó.
Señorita Danika ---dijo Eusebio con su tono neutro---. El señor Foster considera que su...
Exhibición pública fue inconveniente. Sin embargo, el contrato aún está vigente. Usted le pertenece por tres años y medio más. Entre.
No era una invitación; era una orden. Era la única "red" que existía en mi caída libre, aunque estuviera hecha de espinas.
Miré la limusina, símbolo de mi primera transacción desesperada, y luego el banco frío, símbolo de mi absoluta desolación. No tenía elección. O eso me dije. Subí. El olor a cuero y tabaco caro me envolvió de nuevo, pero ahora solo olía a prisión.
Credence no me miró.
Tu departamento está listo ---dijo, sin levantar la vista del informe que sostenía---. Eusebio te dará las llaves y un estipendio. No causes más problemas. Cumple tu función. En silencio.
Así comenzaron los años que siguieron. Años de silencio. Años de ser un cuerpo disponible en la oscuridad de su mansión . Credence venía cuando quería, tomaba lo que pagó, y se iba sin una palabra, sin una mirada que reconociera algo más que un objeto.
Y, en la espantosa soledad de mi jaula dorada, algo retorcido comenzó a crecer dentro de mí. No era amor; era algo más oscuro, más desesperado.
Era la dependencia de quien no tiene absolutamente a nadie más. Cuando la tos me sacudía por las noches y el dolor en el pecho me desvelaba, sabía que, por horrible que fuera, él era la única presencia constante en mi vida ahora vacía. Eusebio me traía medicinas si la tos era muy fuerte, siempre con el rostro inexpresivo, pero yo, en mi locura, quería creer que era una orden de él, un destello mínimo de… algo.
—¿Y él? —pregunté en un hilo de voz, sin atreverme a nombrarlo—. ¿Vendrá esta noche?
Eusebio se detuvo un segundo, bajó la mirada y dejó el frasco sobre la mesita.
—El señor Foster lidia con asuntos de estado esta noche, señorita —murmuró, evitando mis ojos—. Recuerde que su silencio protege más vidas que sólo la suya.
Una advertencia disfrazada de cortesía. La misma de siempre. La que se colaba entre las paredes, en cada rincón de esa casa, como un recordatorio constante de mi condición.
Y aun así, yo seguía esperando. No por cariño, no por esperanza, sino porque su ausencia dolía más que su indiferencia. Porque soportar sus visitas, su sombra, su silencio, era lo único que me recordaba que seguía viva.
Era la búsqueda patética de significado. Había vendido mi alma por Lincoln, y él me la escupió. ¿Para qué había sufrido tanto? ¿Para qué había aceptado el contrato? Cumplir para Credence, soportar sus visitas, se convirtió en la única “razón” que me quedaba, por enfermiza que fuera. “Esto es lo que soy ahora”, me decía. “Su posesión. Al menos eso tengo”.
Era la proyección desesperada. En la frialdad de Credence, mi mente herida comenzó a proyectar una profundidad que no existía. Si no se quejaba cuando tosía durante el acto, era “paciencia”. Si una vez dejó caer sin querer su mano cerca de la mía después, era “casi un gesto”. Necesitaba creer que algo de lo que éramos o lo que yo imaginaba que podríamos ser era real, que mi existencia no era completamente desechable.
Recuerdo una noche en la que encontré manchas carmesí en mi almohada. Credence arrojó un frasco de antibióticos sobre la mesilla y gruñó: “No mueras antes de cumplir el contrato”. Pero cuando me dio la espalda, lo vi apretar el marco de la puerta con los nudillos blancos, como si estuviera luchando contra el impulso de volver hacia mí.
Esa misma madrugada desperté empapada en sudor, con el corazón desbocado por una pesadilla que ya no podía recordar. Sentí unas manos en mis hombros y reaccioné de inmediato.
—¡No me toques! —grité, sin pensar, sin mirar.
Pero él me inmovilizó contra el colchón con una suavidad desconcertante.
—Si quisiera lastimarte, lo habría hecho cuando valías un millón —susurró.
El calor de su aliento en mi nuca me mantuvo despierta hasta el amanecer. No por miedo. Sino porque, por alguna razón incomprensible, aquella amenaza… sonaba a promesa.
En el tercer año, empezó a dejar libros en mi tocador. Neruda. Benedetti. Poesía de guerras perdidas. Los devoraba en silencio, una y otra vez, buscando entre los versos señales ocultas. Me convencí de que esos poemas sobre amantes rotos y destinos cruzados eran su forma de hablarme, su diálogo secreto conmigo.
Una noche me encontró dormida sobre uno de ellos, con un poema marcado bajo mi mejilla. Lo arrancó sin decir palabra… y lo quemó.
Pero esa noche, cuando vino a mí, sus manos fueron más lentas al desabrochar mi vestido. Y sus dedos temblaron al rozar las cicatrices que aún guardaban el eco de mis costillas rotas.
No amaba a Credence Foster. Me aferré a la ilusión de que pertenecer a alguien, incluso como un objeto, era mejor que la nada absoluta que Lincoln me dejó.
Y así, como una flor marchita que busca el sol en la dirección equivocada, mi corazón roto y mi mente traumatizada dirigieron hacia él una lealtad y una necesidad que él jamás solicitó, ni mereció, ni notó siquiera. Era mi propia condena autoimpuesta.
(......)
La vida en la jaula dorada era monótona y fría.
Credence venía, tomaba lo suyo… y se iba.
A veces, sin embargo, notaba pequeñas cosas.
Un ejemplar de Vanity Fair abierto en una página que mostraba un vestido de novia espectacular, tirado en la mesa del salón que yo limpiaba.
O escuchaba fragmentos de conversación telefónica de Eusebio:
—Sí, señor Foster, los ajustes para el vestido de la señorita Helena están confirmados…
Una vez, encendí el televisor por casualidad y una presentadora de chismes comentó con emoción:
El heredero de Foster Industries, cuyo imperio armamentístico abastece a gobiernos en tres continentes. Fuentes cercanas revelan que su compromiso con Helena Rothschild sellaría la fusión con Rothschild Corporation y Völcker Dynamics, una alianza estratégica que consolidaría el mayor conglomerado de defensa y tecnología militar a nivel global.”
Cada vez que escuchaba algo así, un puño de hielo se cerraba en mi estómago.
Pero lo ahogaba rápido.
“No significa nada,” me repetía.
“Son rumores. Negocios. Familias poderosas…”
Era más fácil fingir ignorancia que enfrentar la realidad.
Incluso esta existencia miserable y dependiente que había construido alrededor de él… tenía fecha de caducidad.
Credence jamás mencionó nada.
Y yo, cobarde, jamás pregunté.
Me aferré a la ilusión.
Mientras el contrato durara…
Mientras él viniera (por muy frío que fuera)…
Yo tenía un lugar.
Por pequeño y precario que fuera.
Hasta que lo dijo.
—Me voy a casar.
Las palabras, frías y planas, cayeron como un veredicto final.
Sobre la ilusión que yo misma me había fabricado.
Lo sabía.
Los rumores, las revistas, los susurros de Eusebio…
Todo cobraba un sentido terrible y claro.
Pero saberlo no amortiguó el golpe.
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies.
La última mentira que me sostenía…
se desmoronaba.