5) Desilusión

Pensé que ya no podía doler más. Que después de los golpes, del abandono de Lincoln, ya no quedaba nada en mí que pudiera romperse. Pero me equivoqué.

—¿Y nosotros? —pregunté, aunque mi voz apenas salió. Un susurro tembloroso, ahogado por el miedo y la humillación.

Credence no se detuvo. Seguía frente al espejo, ajustándose la corbata con calma, como si lo que acababa de decir no hubiera sido una sentencia, como si yo no estuviera ahí… como si nunca hubiera estado.

—¿Y nosotros qué? —respondió, sin emoción, sin mirarme.

—¿Qué va a pasar con nosotros? —repetí, más firme, aunque sentía que el alma se me rompía con cada palabra.

Debemos terminar… No .

Lo vi alzar una ceja, como si la pregunta le molestara por lo absurda que le parecía. Después se arregló la chaqueta, perfecto, impecable, como siempre. Como si la perfección en su reflejo fuera más importante que lo que había en la habitación conmigo.

— Así es —dijo, seco, definitivo.

—Mi matrimonio necesita… una pureza de mentira —soltó con una mueca irónica—. Tú serviste para mantener lejos a ciertas personas durante las negociaciones. Los Rothschild jamás pensarían que yo me fijaría en alguien con tu historial… tan evidente.

Y eso fue todo. No hubo explicación. No hubo pausa. Ni siquiera hubo espacio para respirar. Solo esas palabras. Como un portazo en la cara. Como una cuerda que se corta cuando estás colgando del borde.

Empuñé las manos. No por rabia. Por desesperación. Porque si no hacía algo, si no decía algo, iba a colapsar ahí mismo.

Tragué con fuerza. El nudo en mi garganta me dolía como si fuera real, como si tuviera espinas. Quise llorar, gritar, correr… pero solo pude decir:

—El contrato aún no termina. ¿Por qué no esperamos a que termine?

Me atreví a dar un paso hacia él. Quería que me mirara. Quería que al menos me diera algo, una señal de que todo esto no había sido en vano. Que yo no había sido solo un cuerpo entre cuatro paredes.

Pero entonces lo dijo. Sin dudarlo. Sin girarse siquiera.

—No.

Ese no fue más cruel que cualquier golpe.

Fue la prueba final de que, para él, nunca fui nada.

Me quedé mirándolo, incrédula, como si todavía pudiera convencerme de que no había escuchado bien. Pero no. Lo dijo. Lo repitió con el silencio cruel de quien no le importa.

¿En qué momento me convertí en esta ilusa?

Pensar que él, el señor Foster, joven heredero de la familia más poderosa de Aborli, alguna vez podría sentir algo más por mí que solo deseo por una simple mujer sin futuro .

Bajé la mirada, dejando que una lágrima silenciosa rodara por mi mejilla. No hice ruido. No lo detuve cuando se dio la vuelta y caminó hacia la puerta . Como si nada acabara de pasar. Como si no me hubiera dejado destrozada en medio de esa habitación .

Se detuvo en la puerta. Se giró para mirarme, como si aún le faltara decir algo más para rematar lo que quedaba de mí.

— Acata todo sin replicar —dijo con voz fría—. No quiero inconvenientes.

Y sin una palabra más, se fue.

La puerta se cerró con un clic que sonó a despedida definitiva.

Me quedé sola . Con el corazón hecho trizas.

Las lágrimas salieron sin control. Lloré hasta que no me quedó voz. Hasta que el dolor en el pecho se volvió físico.

Analicé cada una de sus palabras. Cada mirada. Cada momento.

Y entendí que para él nunca fui más que un cuerpo que podía usar.

Me levanté del suelo sin mirar atrás. Sentía el cuerpo débil y el corazón hecho pedazos, pero aun así me obligué a moverme. , recogí mi bolso y salí de esa habitación con lo poco que me quedaba de dignidad .

Llegué al departamento con un nudo en la garganta. Él me lo había dado, lo puso a mi nombre como si eso significara algo.

Empaqué mis cosas rápido . Solo lo necesario. No quería dejar ni un solo rastro. Ni una prenda, ni un perfume, nada que me recordara que alguna vez esperé su amor en ese lugar.

Sobre la mesa dejé las llaves y su tarjeta. Esa tarjeta sin límite que nunca usé. No quería depender de él. Nunca quise hacerlo. Un día, le rogué que me dejara trabajar, y accedió a hacerlo me dio un puesto pequeño en su empresa de secretaria. La única condición fue fingir que no nos conocíamos. Y lo hice. Me aferraba a cualquier migaja suya con tal de tenerlo cerca .

Fui al pequeño cajón donde escondía lo que nadie sabía. Una tarjeta . Abrí una cuenta en secreto. Durante sus viajes, yo trabajaba. Busque trabajos de medio tiempo. Trabajé turnos extra. Noches sin dormir. Guardé cada centavo. Cada billete que podía juntar. Y hoy… tenía un millón de dólares.

No quería deberle nada.

Tomé mi maleta y salí. No miré atrás. Sabía que si lo hacía, iba a romperme por completo. Llamé a un taxi y le di la única dirección que tenía. La de Olimpia.

Mi única amiga en esa empresa. Ella sabía sobre mi relación y los sentimientos que albergaba por Credence . A pesar de saber que era una locura . Nunca me juzgo , nunca preguntó demasiado. Y yo necesitaba eso ahora. Alguien que me recibiera sin pedirme explicaciones.

No tenía un lugar al que llamar hogar.

No tenía familia.

No tenía fuerzas.

Apenas el taxi se detuvo, bajé con la maleta en mano. Sentía el cuerpo más pesado que nunca, pero me obligué a subir las escaleras del pequeño edificio. Toqué la puerta y, en menos de cinco segundos, Olimpia abrió. Sus ojos se agrandaron al verme así, con la maleta y los ojos hinchados de tanto llorar.

No dije nada. Solo la abracé.

—Olimpia… todo terminó entre nosotros. Dijo que no nos volveremos a ver… se va a casar.

Ella no respondió de inmediato, solo me abrazó más fuerte. Luego me tomó de la mano y me hizo pasar.

Me trajo una taza de té caliente y se sentó frente a mí.

—Nika, no quiero sonar cruel, pero… te lo dije. Enamorarte de él fue lo peor que pudiste hacer. Te lo advertí. Entregarte a Credence no era una buena idea.

—No tenía otra opción… —susurré, bajando la mirada—. Me enredé con él para salvar la vida de Lincoln. Y al final… me despreció.

A Olimpia le había confiado todo sobre mí… incluso mi historia con Lincoln.

—¿Puedo quedarme aquí un tiempo? —le pedí, con un hilo de voz—. Hasta que consiga otro lugar. Prometo no molestar…

—Claro que sí, Nika. Esta casa es tuya también.

Asentí, sintiendo cómo por dentro todo se aflojaba. Ya no podía fingir estar fuerte.

—Quiero dormir —murmuré, sintiéndome más cansada que nunca—. Hoy… hoy fue demasiado. Lo del hospital… y luego lo de él…

Olimpia solo me acarició el brazo y me acompañó hasta su habitación. Me acosté sin cambiarme, abrazando la almohada como si eso pudiera aliviar todo lo que dolía.

(.....)

Desperté al día siguiente sintiéndome aún más agotada que antes. Me vestí como pude. Olimpia me ayudó a arreglarme un poco, pero no podía ocultar mis ojeras ni el temblor de mis manos.

Apreté los dientes. No podía detenerme ahora.

Fuimos juntas a la oficina. Yo caminaba en automático. Me senté en mi lugar de siempre, junto a las otras secretarías, fingiendo que todo estaba bien. Que yo estaba bien. Pero por dentro me estaba rompiendo. Me estaba cayendo a pedazos .

Y entonces… las puertas del ascensor se abrieron.

Y ahí estaba él.

Credence.

Pero esta vez… no venía solo , iba de la mano de una mujer hermosa. Alta. Elegante. Con una sonrisa perfecta en los labios.

Supe de inmediato quién era , Helena Rothschild .

Sentí cómo el aire me abandonaba de golpe.

Un sabor a cobre me inundó la boca. Al tragar, supe de inmediato lo que era: sangre. Esa que brota cuando te muerdes las mejillas para no gritar.

Lo vi. Vi su mano enguantada posarse en la espalda desnuda de Helena… justo ahí, donde solía dejarme marcas moradas. Justo ahí, donde alguna vez fui suya.

Mis uñas se clavaron en el teclado con tanta fuerza que hicieron saltar las teclas CTRL y Z… el atajo para deshacer errores.

Pero era demasiado tarde. Lo escuché en mi pecho, susurrado por mi propio corazón mientras se rompía en fragmentos de silicio y poesía quemada.

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