La lluvia caía suave sobre los ventanales del ala este del palacio. El jardín lucía más verde que nunca, y entre las hojas mojadas, los rayos de sol filtraban destellos dorados que parecían acariciar la tierra como si supieran que, por primera vez en años, algo bueno estaba a punto de florecer.
Alejandro no había dormido. La noche lo había dejado exhausto, pero la ira había cedido espacio al vacío. Y dentro de ese vacío, algo se había quebrado... o tal vez, se había abierto. Se había pasado horas caminando de un lado al otro, encerrado en su estudio, con la botella de whisky intacta sobre el escritorio. No había querido tocarla. El dolor era demasiado real como para adormecerlo. Por primera vez en mucho tiempo, necesitaba sentirlo. Aunque fuera una punzada constante, una quemadura silenciosa.
Afuera, la lluvia dejaba un rastro de fragilidad sobre el mundo, como si lo invitara a rendirse. Pero Alejandro no se rendía. Nunca lo había hecho. Hasta ahora.
Estaba de pie junto a la bibliotec