Sabrina me mira sentada desde el borde de su cama.
Su reflejo claro y pensativo, mientras me observa con los brazos cruzados y su rostro ligeramente ladeado, me está poniendo de los nervios.
Dejó la barra del labial sobre el buró, atuso mi cabello corto, que está justo a pocos centímetros de mis hombros, y me paso la mano por la tela del vestido azul marino ajustado con escote asimétrico.
—¿Qué tal? — pregunto, volviéndome sobre mis tacones de infarto.
—¿Te digo la verdad o miento?
Blanqueo la mirada y me dirijo al tocador para empacar lo necesario en mi diminuto bolso de mano.
—La verdad. Siempre la verdad — respondo, dándome un repaso de nuevo en el espejo y acomodando la corta y delgada gargantilla de oro blanco, con el colgante de una solitaria y pequeña estrella.
Me gusta mirarla. Mucho más porque él me la ha regalado. Es un toque especial que pienso llevar a la fiesta de hoy con orgullo. Es la respuesta a mi propio pequeño secreto. Una señal que llegó hace algunas noches en