El aire tibio de la noche entrante acariciaba el rostro de Thomas, mientras conducía por el camino de tierra rumbo a su sitio en el río. A cada metro recorrido, las voces del día —el estruendo de la sala de audiencias, las provocaciones de Gabriel, las miradas inquisitivas— se iban apagando, reemplazadas por el sonido sereno del río y el crujir de las hojas bajo las ruedas de su camioneta.
Al doblar en una esquina, la vio. Allí estaba ella, de pie frente al río, apoyada contra el capó de su auto, envuelta en el suave resplandor del atardecer. No recordaba cuándo había sido la última vez que la había visto sin la presión de los paparazzis, o de algún miembro del jurado. Sentía que había pasado una década desde que besó sus labios por última vez, o le había dicho algo al oído. Pero Sophia lo estaba esperando en el mismo lugar en que, meses atrás, Thomas se había abierto con ella por primera vez. Cuando lo vio acercarse, su rostro se iluminó con una sonrisa que parecía desafiar todas las