Mis pies quieren huir. Quieren correr lejos de esta oficina, de esta ciudad, de este momento. Pero aquí estoy, frente a la puerta que lleva grabado en letras doradas el nombre que juré no volver a pronunciar: “Mariano Hans”. Justamente, él.
Mi corazón golpea con furia. Mis manos sudan. Mi rostro arde. No por el calor, sino por la memoria. Por él. Lo que significa él. Mariano Hans. El hombre que me rompió. El hombre que me definió. Lo que me llevó a convertirme en todo lo que soy, aunque esto sea contradictorio. —¿Usted es la señorita Hneidi? —me interrumpe una mujer de mediana edad, con una ceja arqueada y una expresión que me recuerda a las monjas del internado. —Fatima Hneidi. Abogada ambiental. Tengo una reunión con el CEO. —respondo con firmeza, intentando proyectar la mujer que me prometí ser desde que salí de aquel infierno. La mujer me escanea de pies a cabeza. Mi falda y camisa blanca, que esta mañana parecían una elección segura, ahora me hacen sentir como una niña disfrazada de adulta. —Ah, la abogada de esa empresa de ambientalistas ... —murmura con desdén. —¿Sabe que su compañía está matando más de cien especies acuáticas? ¿Sabe que podría perderlo todo si no llego a una resolución hoy? —le espeto, sin poder contener mi temperamento. —¿Cree que una mujer como usted puede cambiar algo aquí, en un lugar como este? —se burla. —Una mujer como yo puede hacer cualquier cosa. Incluyendo apartarla de mi camino. —le respondo, justo cuando la puerta se abre. Y ahí está él. Tal como lo imaginé. Cabello rubio, ojos azules y profundos, comunes en este país por su color, pero estoy segura de que tienen un no sé qué, jamás visto. Mariano Hans. Me mira con sorpresa, y yo olvido cómo respirar. Había ensayado este momento. Lo había visto en videos, en entrevistas, en sueños. Pero nada se compara con tenerlo frente a mí, después de tantos años. Años en los que creía, haberlo olvidado. El sentimiento. —Buenos... días. —tartamudeo. —Yo me encargaré de la señorita Fatima. —dice Mariano, con esa voz que aún sabe cómo recorrer mi piel. Margareth, la recepcionista, protesta. Él la calla con una sonrisa. Y yo, como una idiota, suspiro. Entramos a su oficina. La puerta se cierra. El pasado se abre para mí. —¿Me recuerda, señor Hans? —pregunto, con más valentía de la que siento fluir por mi debil cuerpo. —Por supuesto, Fatima. Tus ojos siguen siendo los mismos. Asustadizos. Misteriosos. —responde, y se sienta con calma. Mi cuerpo tiembla. Pero mi voz no. —Estoy aquí para discutir la contaminación de su planta. No para recordar viejos tiempos. Él sonríe. Me elogia. Me invita a cenar. Me ofrece un trato. “Una cena a cambio del cierre de la planta.” Mi corazón se acelera. Mi mente calcula. ¿Una cena con el hombre que me destruyó podría salvar mi carrera? ¿Mi reputación? ¿Mi futuro? No sé si sea correcto decir que fue él que me destruyó. ¿Fue él, o fueron las creencias fundamentalistas de mis papás? ¿Qué podría perder? ¿Es lo justo para mí? “Hace ocho años” : Llegamos a Estados Unidos cuando yo tenía catorce. Mis padres, mi hermana menor y yo. Dejamos Siria atrás: sus montañas, sus costumbres, sus silencios. Yo nunca me sentí parte de ese lugar. Ni de sus reglas. Ni de su moral excesiva, cuando esto era conveniente. Cuando se trataba de las mujeres, era invaluable. O al menos, así siempre fue para mí. También estuvimos en Armenia, ya que mi madre es Armenia... Y es otro lugar, que jamás sentí mio. Un constante : “Fatima, no puedes sonreír a ningún hombre en la calle”. “Fatima, no puedes ir sola por el pan”. “Fatima, no puedes estudiar una carrera universitaria que es para hombres”. “Fatima, debes saber cocinar, si no, ¿qué tendrás para ofrecer a tu futuro esposo?”. “Fatima, debes rezar con más consideración y humildad”. Nada en mí estaba bien allá. Nada. California nos recibió con una casa pequeña y un futuro incierto. La familia Hans le dio trabajo a mis padres en su viñedo. Eran ricos, poderosos, y curiosamente, los únicos que no nos juzgaron por nuestra nacionalidad ni por el pasado que arrastraba mi padre. Yo quería aprender. Saber. Escapar. Pero mi ambición fue castigada. Los golpes se volvieron rutina. El desprecio, costumbre. Y entonces apareció él. El hombre de mis sueños ocultos. Mariano Hans. Dieciocho años. Sonrisa arrogante. Mirada que lo sabía todo. Me enamoré como solo se enamora una adolescente: sin medida, sin lógica, como una estúpida. Una tarde, mi madre nos encontró besándonos. A punto de ir más allá. Él se fue con una sonrisa. Yo fui enviada a un internado. Sin explicaciones. Sin despedidas llenas de amor o añoranza. Recibí la paliza más ardiente que he tenido que soportar. Y no solo a nivel físico, esta situación, dejó arduos sentimientos en mí que no he sabido como identificar o solucionar dentro de mí. Estudié derecho ambiental a distancia. Me gradué sin ver a mis padres. Sin saber si estaban vivos, si me odiaban, si me recordaban. Me borraron. Me castigaron por un beso. Por un deseo. Por una traición que, para ellos, fue imperdonable. Mi pequeña hermana, el cabello suave de mi madre, los mínimos gestos de cariño de mi padre… Los almuerzos familiares, la unión en el Ramadán. Todo quedó atrás. Después de tanto que quise, tener un vistazo de la vida occidental, realista. El destino me sorprendió empujandome al mundo que tanto deseaba conocer, obligándome a vivir en él. Descubriendo el contraste de lo que conocía, de lo cercano que solía ser lo que creía invasivo y personal. ... “Hoy” : —Fatima… Estás realmente hermosa. Han pasado tantos años en los que no supe nada de ti. Me sorprende mucho que estés aquí. —arroja Mariano, sacándome de mi ensimismamiento voluntario. —Mmm… —murmuro débilmente, sin pensar. —¿Es todo lo que tienes que decir, Fatima? Él ha dicho que estoy